y no logré sino inferir á mi alma una herida incurable... ¡Pobre amigo!...»
Después de un largo y penoso silencio, Robert preguntó á Carlos:
— ¿Me guardas rencor por lo que acabo de decirte?
— ¿Rencor?... ¡No seas niño! ¿Por qué te he de guar dar yo rencor?...
— Es verdad que yo no he dicho nada que pueda ofenderte, pero tú tampoco... y, sin embargo, tu modo de hablar de Margarita me ha hecho más daño que una bofetada... Por eso me figuré que mi alusión á la Muñeca...
— No hablemos de eso que pertenece ya á la historia antigua; hablemos de ti.
— No; tampoco de mí, puesto que tú también me consideras como un imbécil á causa de mi determinación definitiva. Te juro que, en cuanto me case, me marcharé á vivir al campo, muy lejos, con mi mujer y mis libros...
Carlos no pudo contener un nuevo impulso de extrañeza: