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su cuerpo inmaculado palpitaba con palpitaciones misteriosas al roce tibio de las sábanas... ¡Oh esas noches!... Y más tarde, para calmar su curiosidad casi física, las lecturas á hurtadillas que iban revelándola todo un universo nunca antes soñado, las caricias iniciadoras de Lucrecia, las adivinaciones precoces, los deseos que tomaban forma, la eclosión del alma de mujer en su cuerpo de doncella, en fin, y la carne, siempre la carne, que la hacía ver por todos lados, en la mesa, en clase, en la iglesia misma, formas provocativas y ruborizadoras. «Cierra los ojos», habíale dicho su confesor... Pero cuando cerraba los ojos en vez de no ver nada, veía más y veía mejor... Al salir del convento, ya formada, ya «señorita», sintióse como convaleciente, y todos los deseos que la Soledad había hecho germinar en su cerebro evaporáronse al contacto de la vida social. Al fin vino el casamiento con un hombre viejo, noble y rico, por el cual