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las lágrimas y comenzó a llorar, de pie, en medio de la ruta, como un niño que hubiera perdido a su madre y que no supiese a dónde ir.

Realmente, no sabía a dónde ir. Lo había perdi do todo, había perdido la paz del alma, la tranquilidad del espíritu, la dicha. ¿La dicha? ¡Si no fuera más que eso! Había perdido el único objeto de su existencia y el único ideal de su vida. ¿Qué iba a ser de él en adelante? Ni aun preguntárselo a sí mismo se atrevía. ¡El futuro! ¿Acaso existe el futuro en esos casos? Lo que le martirizaba era el presente con su realidad solitaria y su recuerdo del pasado venturoso.

Porque Carlos había olvidado por completo las dudas, los celos y los tormentos de la víspera, para no recordar sino la época paradisíaca durante la cual su vida había sido un idilio perpetuo, un abrazo sin fin, una interminable caricia, una embriaguez perenne de los sentidos