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sin dejarle más recuerdo preciso que el de los grandes trajes de seda entre cuyos pliegues solía ella esconderse para que «papá» no la viese. Su nodriza había sido muy tierna para con ella, y su padre la había querido apasionadamente. Una mañana, á la hora del almuerzo, su padre no fué á darle el beso de costumbre. «Está en el campo», la dijeron. Antes de acostarse tampoco vió á su padre. «Está en el campo», le dijeron de nuevo. Sin tener una idea exacta de la muerte, echóse á llorar y durante toda la noche no pudo pegar los ojos. Al día siguiente, cuando «papá» entró en su aposento para anunciarla su regreso, la emoción de la chiquilla fué tan grande, que tuvo un ataque nervioso: «Creí que habías ido con mamá», dijo al volver en sí... ¿Y luego?... Luego siete años que no la habían dejado recuerdo ninguno, siete años dulcemente inconscientes, de cuya evocación sólo surgía un perfume vaporoso de flores sin nombre, y un