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que, no pudiendo contenerse, fundaba un periodiquillo, que generalmene moría al cabo de pocos meses después de haber desencadenado una tormenta de calumnias sobre las cabezas de sus redactores.

Lo que todos envidiaban en Robert, era la alegría de su carácter y el tono regocijado de su palabra. Nadie le vió nunca triste. Cuando no estaba de buen humor, estaba furioso; pero sus cóleras mismas eran alegres, ruidosas, chispeantes, llenas de carcajadas y de chistes bonachones.

«¡Un atrabiliario!», decían, hablando de él, los que le conocían poco; mas sus verdaderos amigos, Llorede, Plese, Domer, y algunos otros, sabían que en el fondo de ese «atrabiliario» genial, palpitaba un corazón de poeta, tierno, honrado, sensitivo y aun algo loco.

Una noche, hacía tiempo, Plese habíale preguntado, al encontrarle en un baile público: