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DE MADRID A NAPOLES


Media hora después me despedía yo de Ronconi en la plaza de la Magdalena, dándole millones de gracias por la inolvidable noche que me habia proporcionado.

A la noche siguiente asistí á otro concierto que tampoco podré olvi- dar por mucho que viva.

Escuchadme con paciencia.

Venia yo del bosque de Boloña, al que todas las tardes concurrían centenares de familias españolas de las más conocidas en la sociedad de Madrid.

El tiempo era hermoso: el otoño se acercaba; pero las aves seguían alegres y canoras; el cielo azul y puro; el aire perfumado y tibio, y las damas principales en carretela descubierta.

Cuantos españoles frecuentaban las largas calles de árboles tendidas á las orillas del Lago, buscaban todas las tardes, con el afán más tierno y el interés más respetuoso, un carruaje ocupado por dos señoras, que cruzaba como una exhalación una ó dos veces entre las filas de coches y desaparecía por el Arco de la Estrella poco antes de la puesta del sol, para no volver hasta el día siguiente.

Hasta los que no trataban á aquellas dos señoras, quitábanse el sombrero involuntariamente al verlas pasar, y las seguían luego con la vista durante mucho tiempo, revelando en su actitud la más honda melancolía...

Y era que una de aquellas dos damas, elegante sobre toda ponderacion, y bella como una fantasía de artista, iba reclinada en la carretela, inmóvil, pálida, moribunda, con los ojos y los labios entreabiertos, como si le sobrase luz y le faltase aire para vivir. Era que todos sabíamos que aquella mujer huiría del mundo en un breve plazo ; que sus horas estaban contadas; que ni su juventud ni sus encantos, ni su grande alma, ni la esplendente vida de la eterna naturaleza que nos rodeaba, serian bastantes á arrebatar á la muerte aquella soberana hermosura... Era que todos recordábamos haberla visto reinar en los salones de Madrid, brillar en los teatros, lucir en los paseos; adorada siempre hasta el fanatismo; imitada, envidiada, obedecida; irresistible dictadora donde quiera que apareció, donde quiera que alcanzaron sus miradas...

Indudablemente ya la habéis conocido. — Era la duquesa de Alba, la hermana de la emperatriz Eugenia.

La otra señora era su madre, su pobre madre; la ilustre Condesa del Montijo.

La tarde que digo era ya la octava en que la infortunada duquesa no habia sido vista en el Bosque de Boloña.

Al pasar yo por los Campos Elíseos, de vuelta de paseo , me detuve como todos los días delante de su palacio, á fin de saber de ella.

Pero los melodiosos acordes del Concierto Musard, que se hallaba es-