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DE MADRID A NAPOLES

des masas oscuras, sobre las cuales se deslacaii como blancas palomas algunos pueblecillos: al fondo, descubrimos la redondez del Golfo, azul y reluciente como un zaíiro inmenso, y, en torno á las olas, las Ciudades que se miran en ellas : — Castellamare (con el Castillo en el mar, que le da nombre), Sorrento, ceñido de bosques y jardines, y la Isla de Capri, que parece una prolongación de la Punta della Campanella:— mis allá, la lontananza del Mediterráneo, una atmósfera de oro y esmeralda y un sol radiante que moja ya sus cabellos en las ondas, después de un espléndido dia rico de música y de colores...: y, si volvemos á mirar más cerca, vemos con inüuita melancolía las prolongadas sombras de las columnas solitarias que blanquean como esqueletos en la sorda extensión de este desierto; vemos despedazados mármoles esparcidos por do quiera, haciéndonos imaginar que son los huesos calcinados y dispersos de la Antigüedad insepulta; vemos, en fin, á nuestra derecha, el siuiestro verdugo de tantas generaciones, el triunfador de Pompeya, el titán de fuego, que, cuando patea irritado, aniquila y sumerge las comarcas que lo rodean y hace retroceder lleno de susto al turbulento piélago insondable.


Se oculta el sol. — Salió esta mañana y se pone ahora, como ha salido y se ha puesto durante 1800 años, sin encontrar á nadie, sin lucir para nadie en Pompeya.

¡Ah! ¡Cómo se van diez y ocho siglos! ¡Cómo se van! — Si esta Ciudad hubiera seguido habitada todo ese tiempo, hoy estaria atestada de cadáveres. No cubrirían las cenizas del Vesubio los restos de una generación; pero, en cambio, la generación que hoy morase aquí, hollaría con su planta la ceniza de otras cien generaciones precedentes. — Asi es que, en este momento de solemne tristeza, no se da cuenta el alma de si compadece á los que murieron en Pompeya ó á los que en Pompeya hubieran nacido á no desaparecer la ciudad.

«Año 79» marcaba el reloj del tiempo la tarde aquella en que los pompeyanos, reunidos en este Circo, creyeron que había llegado el fin del mundo.— «Año de 1861,» marca el sol de un dia de enero al despedirse hasta mañana de Pompeya sin habitantes. — ¡Ah! ¿qué vale todo el poder; qué vale toda la luria destructora de un volcan , al lado de la vida de la Tierra, que rueda por los espacios , íirme y segura en torno de su eje, regenerada todos los años por las caricias del sol, siempre joven y liermosa , sienipre ceñida de zonas bonancibles en que pueda renovarse la historia humana?

¿Ni qué vale la misma Tierra; qué vale la existencia de un astro más ó menos, — incandescente ayer, mañana helado, — producto del consorcio de una cantidad errante de materia cósmica, agrupada sobre un centro fortuito por la misteriosa fuerza centrípeta, y destinado á romperse, á desaparecer, á aniquilarse en un tiempo dado...; — qué vale, digo, la vida de nuestro planeta, si se compara con la eterna máquina del Orbe, con la