que hay que ver para después morir... — ¡Qué cielo! ¡qué mar! ¡qué magestuoso silencio! ¡qué extática inmovilidad de las olas! — No corre ni un leve soplo de brisa: el humo del Volcan, enrogecido por el sol poniente, se levanta á una altura inconmensurable, como una pluma descomunal de color de escarlata. Los cristales de la población brillan como el fuego. El mar se halla tan dormido, que los barquichuelos,las casas y las peñas se repiten en él, dibujando en el seno del golfo otra ciudad submarina. — ¡Es la Sirena Partenope que sonrie desde el fondo de las olas! — En otros lados la quietud del agua es tal, que en su unida y trasparente superficie de color de leche se dibujan manchas y franjas oscuras , indicando las corrientes de lo hondo... — ¡Parece una dilatada piel de pantera, extendida á los pies de la ciudad!
Del abrigado Puerto salen en este instante ocho ó diez Vapores en direcciones diversas, dejando en el apacible golfo largas estelas de cristal y aljófar, que parecen dulces recuerdos y tiernos saludos de los que abandonan esta mansión de delicias. — Yo sigo con la vista las embarcaciones que se alejan hacia Occidente, hácia la madre España... — Las aves, cerniéndose como puntos negros en el fondo de oro del horizonte , sobre la intensa luz crepuscular, parece como que acompañan á aquellos buques, cuyo alto velamen, hinchado por las brisas de alta mar , se destaca todo entero, y fantásticamente agigantado, en el último término del espacio indefinido... — ¡Oh momento!
Todos los que han salido de Nápoles ó vuelven de Bagnoli por este camino, han hecho alto como nosotros en un elevado balcón que domina tan grandioso panorama. Las damas, reclinadas en sus carruajes; los ginetes, inmóviles en las sillas; los que han venido á pié , reclinados en las peñas, todos callan. La sublimidad de esta hora patética, embarga, electriza los corazones. ¡Cuánta vida y cuánto silencio!— Diríase que se asiste, como á una tragedia, á la muerte de tan hermoso dia.
¡Oh! sí: el momento es augusto: la naturaleza, suspensa, pasmada de su propia hermosura, se complace en prolongar estos dulcísimos instantes. Creeríase que el tiempo se ha parado, condensándose y resumiéndose en una sola hora. Todos los siglos muertos, y los futuros, palpitan confundidos en la belleza eterna de la creación. La melancolía de nuestra rápida existencia da lugar á un inefable gozo , cuya verdadera expresión se encuentra en la frase proverbial: Ver á Nápoles, y después morir... — Y, en efecto: ¿qué nos importa morir , si hemos vivido cuanto puede vivirse : si hemos gustado en un solo instante todas las delicias de la tierra?
No bien se oculta el sol, todos respiramos á un tiempo; todos levanta mes la cabeza; todos tenemos los ojos humedecidos.
Ha cesado el silencio: pónense en movimiento carruajes y ginetes: renace la conversación... — Hemos vuelto á nuestra potire vida humana.
Entre tanto, una sombra súbita, rápida, instantánea, ennegrece todo el cuadro que hace un minuto reflejaba destellos y colores.