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DE MADRID A NAPOLES

lebres de que nos hablan los historiadores latinos; y allí están sus dioses. Los retratos, los bustos, las estatuas, exceden en vida y expresión á la fotografía. Oradores, Filósofos , Guerreros , Poetas, nos miran, nos hablan, se mueven , palpitan, animados por el Arle. Los Emperadores, los Cónsules, los Tribunos, las Matronas, las Cortesanas, los niños, los esclavos, todos moran en aquel lugar, albergados con lujo, rodeados de los restos de sus casas , de las pilas en que se bañaban , de los pavimentos de mosaico de sus viviendas , de las bestias feroces que admiraban en los Circos, de los sepulcros que no han podido retenerlos, de las columnas de sus Templos, de sus ídolos, de los monumentos que veían en plazas y calles, de las obras maestras de Fidias y Praxiteles que tuvieron en tanta veneración, de todo, en fin, lo que embellecía su existencia, cuando, en vez de ser de mármol, eran personas de carne y hueso.

¡Y qué extensión la de aquella ciudad petrificada! ¡Qué poblacion tan numerosa! Sólo para conocer de vista á los inmóviles Habitantes del Museo seria menester permanecer allí un año. Para tratarlos y ser amigo familiar de todos, no bastaría un tercio de la vida. — Desistamos, pues, de parar la atención en unas gentes que hemos de abandonar tan pronto, y fijémonos solamente en las obras inmortales de la Antigüedad , en los grandes prodigios de la Escultura griega: esto es; hagamos lo mismo que en cualquiera otra ciudad que visitamos de paso: uo reparemos en la gente; veamos los monumentos, y sigamos nuestro camino.

Saludemos primero á esta soberbia Cariátide, hermosa como una Juno, magníficamente vestida, y que parece el símbolo de la belleza permanente; — detengámonos luego cerca de la estatua del Pudor, de esa gallarda joven que, á medida que se emnielve más en sus ropas, deja adivinar con mayor precisión y exactitud las formas hechiceras de su cuerpo; — admiremos y reverenciemos la austera figura de Demóstenes en su actitud persuasiva; — apartémonos, no que nos atropelle, del Atleta ó Corredor, que huye continuamente de su pedestal ; — y hagamos alto delante de la colosal estatua del Nilo , conocida de todo el mundo , por la circunstancia de que una excelente copia de ella adorna un Jardín público de París.

Nada más imponente que aquel gigante acostado , por cuyo cuerpo trepan y corren diez y seis niños, que siempre me recuerdan á los liliputienses que se apoderaron de GuUiver... Yo no comprendo que pueda presentarse alegoría más exacta que esta escultura, para dar idea del opulento Río que es vida y alma de todo el Egipto; que lo aniquila y regenera continuamente , y que lo asombra y lo intimida cada vez que lo inunda para enriquecer y fecundar sus campos.

Pero continuemos. Hé aquí la célebre Minerva Médica.— ¡Ved aquí á Augusto, ó, por mejor decir, al joven Octavio! — Ved allí á Tiberio , pacíficamente sentado. — Su calina glacial horroriza... Pasemos de largo.

Estamos en el Vestíbulo redondo , donde se halla el Balcón de Belvedere que da nombre á toda esta parte del Museo. — La vista que desde el balcón se disfruta es, en efecto, asombrosa. Roma entera se extiende ante