delada también la Tiara; tres grandes consolas con relojes del gusto de Napoleon I, y alfombras, tapices y divanes encarnados.
De vez en cuando cruzaban por delante de mi algunos graves perso- najes, yendo y viniendo desde la puerta por donde yo habia entrado hasta otra que habia en el fondo del Salón, en el testero derecho.
Casi todos los que entraban ó sallan vestían de morado con vivos rojos; algunos, de rojo solamente; muy pocos, de negro; — pero todos traje talar.
Eran Cardenales , Arzobispos , Obispos y otros altos Dignatarios de la Corte pontificia.
Varios de ellos iban acompañados de otros Sacerdotes, que llevaban grandes legajos.
Sin duda, eran los Ministros y sus Secretarios.
Cien veces me levanté para saludar á tan elevados personajes, y cien veces volví á sentarme y á quedar solo, entregado á mis pensamientos.
No es decible lo que revolví en mi cabeza de conjeturas, de reflexiones y de recuerdos durante la media hora que permanecí en aquel salón. La luz del sol que lo alumbraba, los muebles, las cortinas, el Trono (en que me sentó furtivamente, — confiesd mi pecado), el silencio que reinaba, los pasos que lo interrumpían á veces, las personas que iban y venían, es compás de los relojes, la presencia de mi familia en mi imaginación; todal estas cosas y otras muchas daban pábulo á mis ideas y convirtieron en una eternidad aquellos treinta minutos de espera.
Al cabo de este tiempo salió de la habitación de la derecha , donde yo suponía al Papa, un sacerdote, vestido de morado como toda la servidumbre pontificia, y se dirigió á mí; me preguntó mi nombre; consultó un papel; me dijo que esperase otro poco, y se volvió á marchar por donde habia venido.
Desde entonces temblé, no sé si de temor ó de impaciencia, si de respeto ó de efusión cariñosa. — Ya no podia retroceder. El Papa sabia que estaba yo allí. — Algo semejante á lo que sentí en aquel momento experimentarán los mortales el Dia del Juicio al verse llamados nominalmente á la presencia de Dios.
Poco rato despues volvió el sacerdote, y me dijo que lo siguiera.
Asi lo hice, y entramos por la puerta en que desde luego me habia fijado.
Ya estaba tranquilo; pero en cambio habia dejado de pensar hasta tal punto, que no se me ocurría una sola palabra que decir al Padre Santo.
Por fortuna, el sacerdote me dijo:
— Sí trae usted algún objeto para que lo bendiga S. S., llévelo usted en la mano.
Yo saqué el rosario destinado á mi madre.
La habitación en que habíamos penetrado era cuadrilonga, más pequeña que la anterior y de aspecto un poco más suntuoso.