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DE MADRID A NAPOLES

dados franceses sin fusil, que aprovechaban sus horas de huelga en ver una vez más al Papa.

Los galos de la formación , ó sea los galos armados, daban fuertes cu- latazos á los descendientes de Bruto, cada vez que se conturbaba aquel mar humano; y los galos inermes insultaban y atropellaban al pueblo hasta que conseguían apoderarse de los primeros puestos, quitándoselos á los que, por haber llegado antes, los ocupaban legítimamente. — Los pobres romanos sufrían tanto vejamen sin murmurar.

Sabido me tenia yo que no hay nada tan despreciable á los ojos de un soldado francés como un ciudadano romano; pero, si no lo hubiese sabido, me habrían convencido de ello aquel repjgnun|,e espectáculo y el siguiente lance que ocurrió muy cerca de mí:

Un sargento, de aire insolente, condecorado con las medallas de Crimea y de Italia, se encontró mal en segunda fila, á donde había llegado á fuerza de puños y miradas amenazadoras, y, apartando entonces desenfadadamente al último que le estorbaba , pasó sin mirarlo y se plantó delante de él.

El despojado no se alteró; cogió al francés por un brazo, y lo colocó á su espalda.

— ¡Caballero! exclamó el sargento, echando fuego por los ojos.

— ¿Que hay? respondió el otro en mal francés.

— ¡Me ha quitado usted la primera füa?

— No, señor. Usted es el que me la habia quitado á mi.

— Bien; ¡pero yo soy francés! — gritó con énfasis el militar.

— Y yo soy español, — replicó tranquilamente el paisano.

Aquí hubo un momento de silencio, en que ambos interlocutores cruzaron una mirada por primera vez.

— Perdón, caballero (dijo el sargento, haciéndose atrás). Yo crei que era usted italiano.

El español se encogió de hombros; miró con lástima á los romanos que hablan oído impasibles tamaño insulto, y, como si le hiciera daño aquella atmósfera de bajeza , se alejó y colocóse en otro lugar.

En esto la ansiosa agitación de la muchedumbre anunció la llegada de algún personaje ilustre; quizás la del mismo Papa.

Hasta entonces sólo habían pasado por entre las fdas de bayonetas diez ó doce Cardenales en sus grandes coches, cuyos lacayos iban pro- vistos, ó por mejor decir, llevaban á la mano unos gigantescos paraguas rojos, no porque amenazase lluvia, sino porque los tales paraguas, que me atreveré á caliücar de monumentales, forman parte del adorno; de los carruajes de los Príncipes de la Iglesia.

El pueblo habia ido nombrando á los monsignores uno por uno, con marcadas muestras de temor y veneración.

La persona que entonces llegaba, era la Reina Cristina, acompañada de su familia y de su servidumbre.