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DE MADRID A NAPOLES

miedo, la poesía, la fe..., lo que quiera que fuese, se escapaba delaliua, remontaba su vuelo y se perdia en las regiones infinitas de lo sobrenatural, de lo eterno, de lo milagroso. — El hombre, en fin, no era allí nada: el pontífice lo era todo.

Ni hubiera sido leal desatender las voces con que el sentimiento clamaba por su libertad é independencia. ¡Tan hijo mió era él como el soberbio pensamiento! Los dos habían nacido en mi alma, y yo no debía hacer al uno esclavo del otro , imponiendo á los inconscientes ó indeliberados movimientos de mi corazón , que aspiraba á mayor vida y á mejor mundo, la tiranía de mis sentidos materiales, de mi escasa razón , de mi reducida ciencia. — Libre, franca , confiadamente me abandoné,^piies, á todo el impulso de mi propia naturaleza , y en verdad os digo que desde aquel momento fui tan dichoso como debió de serlo Adán en el Paraíso , ó como lo será el mártir y confesor después de cerrar los ojos á esta vida...

Principió el Santo Sacrificio.

El Papa decia la Misa de cara al pueblo. Asistíanle el Cardenal Amat, como Obispo Asistente, y el Cardenal de Silvestrí, como Diácono Ministrante. Los Cardenales Ugolini yMarini eran Diáconos Asistentes, y mon- señor Nardi, Auditor de la Rota, desempeñaba las funciones de Subdiáco no Apostólico.

Sobre el Altar se veían cuatro Tiaras, dos de ellas de gran valor. Una era la regalada por Napoleón, tasada en 24.000,000 de reales. La otra, cubierta de brillantes, era regalo de la actual Reina de España.

El Papa cantaba la Misa con voz entera y vibrante cuanto melodiosa y tierna. A aquel acento conmovedor no respondía más música que el concierto de voces solas de la célebre Capilla Sixtina, cuyos tiples y altos, ocultos en una triliuna, acordaban sus cantos con taüta maestría, que parecían el eco de un instrumento celestial ó un coro de serafines de la Je- rusalen Eterna.

Todas las ceremonias se hacían con rito doble, ó sea en latín y en griego. Cantóse, pues, dos veces el Evangelío/n pn?íCí))/o eratverbum, etc., lo cual traía á mí imaginación los primeros siglos de la Iglesia , las predicaciones de San Pablo y las obras délos Santos Padres de la Iglesia griega, que yo leí cuando estudiaba Teología.

En el momento de alzar , el Papa se hallaba en su Trono, á donde le llevaron la Hostia y el Cáliz.

El Sumo Pontífice los recibió arrodillado..., y en aquel momento volvieron á resonar en los aires las místicas trompetas.

Los dos Ejércitos que había dentro del templo (el Francés y el Pontificio) rindieron sus armas con estrépito: la multitud se arrodilló: reyes y príncipes postráronse también de hinojos é inclinaron la frente: elevó el Papa la Forma y el Cáliz, y un sordo rumor resonó en las inmensas naves de la Basílica..., eco de cien mil corazones contritos, que, al golpe de otras tantas manos arrepentidas, confesaban tumultuosamente sus culpas.