ceses, con todo su ingenio mercantil, no han llegado ni con mucho á las prévenances interesadas de los vagos de esta ciudad. Pondré algunos ejemplos : Si vais á entrar en una casa, se os adelanta un hombre, que no sabéis de dónde sale ; se quita el sombrero; os saluda artísticamente, diciéndoos: Excelencia, no se incomode..., y tira por vos del cordón de la campanilla, después de lo cual os hace otra reverencia y os alarga la mano..., añadiendo, si os quedáis asombrado: Cualquier cosa... ¡un céntimo! — A mí me ha sorprendido un raro porsonaje, en el momento de ir yo á sacar el reloj para ver la hora... , y me ha dicho : Escuse: no se incomode: son las siete y dos minutos. Déme cualquier cosa... ¡Y me mostraba abierto un reloj de oro que marcaba la hora subsodicha! — Otro señor muy bien portado me ha detenido á la puerta de un teatro, con el sempiterno escusa; ha sacado un pañuelo del bolsillo; me Jia limpiado el polvo de las botas y me ha dicho: Como usted quiera...: esto es; si usted quiere me da algo, y sino, lo deja. — Podria citar cien casos semejantes.
Digámoslo de una vez: Florencia es un pueblo parásito, que se nutre de los extranjeros. ¡Yo creo que hay establecida en la Toscana una vasta asociación cuyo solo objeto es explotarlos!... — Podrá ser casualidad; pero oíd lo que á mí me ha sucedido.
Cuando visitamos en Liorna el Bazar Oriental, pregunté si había alguna pequeña piedra dura con el nombre de Dios grabado en árabe (cosa muy común en Oriente), á Gn de montarla en una sortija. — Dijéronme que no; pero que podria encontrarse. — Yo repliqué que dejaba en aquel instante la ciudad.
— Y ¿á dónde se dirige usted? me preguntó el comerciante.
— A Florencia , le respondí.
— Tal vez allí la encuentre usted , exclamó un joven que había entrado en el bazar poco después que nosotros.
Pues bien: á los cuatro días, hallándome en Florencia, en el Gabinete de Lectura que he citado, llegóse á mí un caballero y me dijo:
— ¿Quiere usted comprar una incisione árabe para una sortija , con el nombre de Dios?
Imaginaos mi sorpresa.
— Veámosla, le contesté.
La inscripción no era árabe, sino judía... ¡Vade retro!
No compré , pues, la incisione, ni el hombre me quiso declarar que hubiese recibido carta alguna de Liorna anunciándole mi deseo.
En cambio, me hizo esta otra proposición:
— Su compañero de usted tiene un magnífico gabán blanco...
Lo decía por Caballero.
— Es verdad , le respondí.
— Ayer lo llevó al teatro... (repuso él). ¿Quiere usted comprar otro que yo tengo exactamente igual al de su amigo?
— No , señor.