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DE MADRID A NAPOLES


— ¿Y por qué no trabajas y duermes también en casa de Mauricio? le pregunté. — Porque entonces no haria esta travesía tan debciosa dos veces por la mañana y dos veces por la tarde.

Yo me moría de envidia. Ya me arrepentía de baberme impueslo la obligacion de ir á Italia. Ya no me acordaba de París. ¡Estaba perdidamente enamorado del género de vida que bacía Mr. Iriarte!

Llegamos en casa de Mauricio.


VI
VEL PESCADOR MAURICIO. — COSTUMBRES PARISIENSES. — UN SUICIDA. — LA MISA DE BOUGIVAL.


En el momento que nosotros llegamos, Sofía y Carlos, hijos del pescador; aquella de diez años de edad y este de siete; hermosa ella como un ángel, y travieso él como un demonio, recibían el beso de una vieja, hermana de su abuelo materno, y se disponían á partir juntos á la escuela de Bougival, gracioso pueblo situado á un cuarto de legua de aquella casa, en la misma orilla del rio.

Todos los días hacían los dos niños este viaje de ida y vuelta, provistos de libros, de alguna labor femenil y de la correspondiente merienda, que Carlos quería llevar, y que Sofía le negaba, temiendo que se la comiera antes de la hora en que sería de urgente necesidad.

Los dos liermanos hicieron muchas caricias á Iriarte y se alejaron al fin, triscando como dos corderos á quienes se da suelta para que vaguea por los prados.

Mauricio se hallaba pescando. Su mujer había marchado á París en el primer tren de la mañana. La abuelita, pues, se encargó de disponernos el almuerzo.

— Queremos, dijo Iriarte, pesca de hoy. Nosotros buscaremos huevos. en el corral, pues oigo cacarear á las gallinas, y cogeremos fruta en la huerta. Hoy no he tenido tiempo de buscar setas en la isla. Las sustituiremos con patatas. Del vino nada tengo que decirle á usted.

— ¿Y dónde almorzarán ustedes? preguntó la anciana, que se reía como una bendita de Dios al oír á mi amigo.

— En la glorieta, respondió este, indicándome que lo siguiera.

Yo estaba atónito, sin acertar á convencerme de que había andado trescientas leguas para hacer una vida semejante, y sin acabar de creer que me hallaba en Francia y á pocos minutos de París.

Buscamos los huevos y las frutas; volvimos á la cocina; añadimos algunos perfiles á nuestro almuerzo, y nos fuimos por último á esperarlo en la glorieta.

La glorieta era una jaula de cañas que se levantaba al remate de un jardin muy descuidado, á espaldas de la casa del pescador.