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DE MADRID A NAPOLES


Algunos minutos después, era cosa convenida que Mr. Iriarte me acompañaria á Italia.

— La vida de París es insoportable! me decia mi amigo, (poeta en accion por temperamento). No háy mas existencia honrosa que la que hemos llevado juntos y vamos á volver á llevar. Mira cómo vivo. Pues asi y todo me devora una singular nostalgia; la nostalgia de la tienda. La civilizacion no ha inventado nada tan grande ni tan bello como aquella vida al aire libre, como aquellas salidas de sol por el Mediterráneo, como aquellas puestas de sol tras el humo de los combates, como aquellas comidas frugales sobre la yerba, como aquellos largos dias á caballo; como aquella intimidad del hombre con la naturaleza, que nos achicaba y engrandecía al mismo tiempo...

En esto ya se había vestido.

— Ven, me dijo; te voy á llevar á mi comedor: almorzaremos juntos y en seguida nos iremos á París.

Salimos á la calle : atravesamos la via principal del pueblo; bajamos una cuesta que se torcía entre dos tapias, y me encontré como por encanto á las orillas del Sena; pero en un paraje solitario, verdaderamente campestre, en que no se vela otra vivienda humana que las que dejábamos atrás.

Solo allá, á la izquierda, como á media legua, se percibía un puente de ferro-carril.

La orilla opuesta del río era un cerrado bosque, cuyo ramaje oscuro se retrataba en las tranquilas ondas.

—¡Luis! ¡Luis! gritó Mr. Iriarte. Y su voz se dilató vibrante por tanta soledad y tanto silencio.

Yo estaba enagenado de placer. Y es que nunca hubiera imaginado que quedase en Francia un lugar tan apacible, un refugio de tanto sosiego, tanta naturaleza olvidada, en que poder campar por mi respeto y descansar de las oíiciosidades y previsiones de la actividad francesa.

Abrióse el ramaje á la otra margen del río, y apareció un joven vestido de batelero, esto es, medio desnudo, descalzo, descubierta la cabeza, con un calzon de lienzo azul y una camisa encarnada, que solo le tapaba los hombros y la cintura; un bellísimo mancebo, robusto, blanco, asoleado, con el largo cabello y la incipiente barba de color de oro; un pescador, en ün, no tan exactamente como los pescadores son en realidad, sino como lo hubiera idealizado un artista.

Aquel joven saludó con un grito inarticulado á Mr. Iriarte; empujó con el pié un barquichuelo medio escondido entre la yerba, y en que yo no habia reparado; saltó dentro de él; asió los remos sin sentarse, y vino hacia nosotros, hendiendo los cristates del rio como una exhalacion.

Al cabo de un momento atracaba el barquichuelo á nuestros pies.

Iriarte y el pescador se dieron la mano cariñosamente y se tutearon al preguntarse por la salud.