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DE MADRID A NAPOLES

la Legion de Honor; condecoracion que tienen hoy la cuarta parte de los franceses y que no dejan de ostentar ni un solo instante, á veces duplicada y hasta triplicada, según las prendas que constituyen su vestido.

Venian tambien en el tren algunas damas graves y varias jóvenes modestas; pues ni la hora ni el dia eran de traviatas, según os demostraré después; y no sé por qué estravagancia de mi imaginacion, dí en usurarme que todas aquellas gentes eran alcaldes y alcaldesas de los pueblos vecinos á París.

Por lo demás, cada uno de ellos y de ellas leia muy atentamente su indispensable periódico.

Yo no tenia periódico que leer; pero me solacé á mis anchas en exa- minar á mis compañeros de viaje y en inventarles historias y caracteres; contemplé arrobado el delicioso caserío de Aniéres, que se mira en las inmóviles aguas del canalizado Sena; saludé la poética aldea de Rueil, rodeada de antiguos árboles y asilo sepulcral de Josefina y de Hortensia, la abuela y la madre de Napoleon III; admiré la remota perspectiva de los bosques de San Germán, llenos de palacios y de quintas, entre las que me hicieron notar las agujas góticas de la de Montecristo, que visité más tarde, y al íin eché pié á tierra al principio de una alameda frondosísima que me dijeron conducía á Chatou.

Difícilmente pudiera describiros la hermosura de aquel paraje ni el encanto de aquella hora. Ningún otro viajero había hecho alto allí con-migo. El tren se alejó bramando, y su fragorosa respiracion se fué estinguiendo en el seno de los bosques.

La alameda en que me habían dejado, y que era tan severa y regular como la de un cementerio moderno, se dilataba ante mí, grandiosa, larga y sombría, dejando paso á veces á la pura luz del sol de la mañana. Brillaba el rocío en la menuda yerba. La fina arena que crugía bajo mis pies oxhalaba un olor acre y vigoroso que se mezclaba con el perfume de las últimas flores del año. Todo, todo era silencio y soledad en torno mío. Únicamente se oía en las altas copas de los álamos el no interrumpido gorgeo de millares de pájaros, que se me figuró cantaban para el cielo, no para la tierra... — Y es que aquellos pájaros, á pesar de ser franceses, cantaban de balde.

Conocí que estaba á punto de ponerme muv triste, y apreté el paso.

Después de andar mucho tiempo, y en un recodo de aquella calle de árboles estranjeros, cuya sombra no me creía yo con derecho á disfrutar, distinguí por último una iglesia medio oculta entre el ramaje...

Allí respiré y me detuve á echar un cigarro. — Me parecía como que habia encontrado una persona conocida, que me recomendaba y presentaba en aquellos sitios.

Aquel templo era la primera casa de Chatou, — separada aun de la aldea algunos pasos. — A otra vuelta de la arboleda, descubrí ya todo el pueblo.

En él se veían combinados el sosiego y la civilizacion, la paz del