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DE MADRID A NAPOLES

cion, somos mirados aquí, con sobrada justicia, como unos africanos semi-salvajes... — Lo más que se nos otorga es una insultante benevolencia, una curiosidad maravillada, ó una depresiva compasion!... — ¡Aprendamos, pues, en los franceses á ser hombres cultos, dignos, graves, delicados sensibles y dichosos!

¡Busquemos, sí, en el corazón de esta sociedad el mágico secreto que produce tantos beneficios, y regalémoselo á nuestra pobre España, á fin de que en pocos dias consiga realizar su dorado sueño, su ardiente aspiracion, su irresistible deseo de pasar por una nueva Francia!,.. Y ¡ay de Francia y de España y de toda la civilización moderna, si ese corazón está vacío de fe, esperanza y de caridad!


V
ESCURSION AL CAMPO. — MR. IRIARTE. — LA ISLA DE CROISSY.


Uno de mis primeros cuidados en Paris fue buscar á Mr. Triarte, compañero mió de tienda en el Llano de Tetuan, y cuyo lápiz ilustró mi Diario de un testigo de la guerra de África.

Parisien de nacimiento, consumado artista y buen amigo, aquel antiguo camarada era para mí en la gran Capital un tesoro inapreciable, dado que encontraría en él un corazón afectuoso, un piloto que me guiase por entre los escollos de la sociedad francesa y una gran inteligencia que esclareciese mis confusas observaciones.

Yo no le había anunciado mi llegada. Quería sorprenderlo. — Dirigíme, pues, á su casa una mañana muy temprano. — Pero allí me dijeron que mí amigo se hallaba en el campo hacía un mes. — No vacilé un punto. Pedí las señas de su retiro, y resolví no parar hasta encontrarlo.

Recien entrado en París, no sé por qué me halagaba volver á salir de él. Aquella frase «está en el campo» abrió ante mis ojos horizontes suaves y apacibles, y me hizo entrever parajes solitarios y costumbres inocentes, pareciéndome , en fin , muy natural que Mr. Iriarte, después de pasar un año en África y en España, no se aviniera á la vida de París, y buscase con ansia la dulce y noble compañía de la madre naturaleza.

Por las señas que me dieron, mi amigo debia de encontrarse en un pueblecillo llamado Chatou, situado á dos leguas de París.

Eran quince minutos de viaje por el camino de hierro del Oeste.

La mañana estaba hermosa. Cada dos horas iba y venia un tren. Calculé estar de vuelta al medio día, y emprendí la marcha resueltamente, como quien va á hacer una visita en la ciudad.

Nueve sous (unos catorce cuartos; fabulosa baratura) me costó el billete de primera clase de París á Chatou.

Por tan corta cantidad anduve dos leguas muy cómodamente, en compañía de señores condecorados, ya con el boton, ya con la cinta de