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DE MADRID A NAPOLES.

se pasee por estos sitios; y yo soy muy desgraciado, puesto que el hambre me obliga á acompañar á los poetas, sabiendo como sé que luego salen de aquí calumniando al Consejo de los Diezy à la ilustre Señoría.—¡Lord Byron!—Yo he leido sus obras, y son un tejido de patrañas. El Gobierno de la República era más clemente, más justo, más paternal que todos los que se han sucedido después en Venecia....

— Sin embargo (repliqué), yo os suplicaria que me enseñáseis los Plomos y los Pozos...

El hombre me miró de una manera espantosa, al ver que yo sabia el nombre de aquellos tremendos lugares; y, dando una especie de rugido, continuó diciendo:

— ¡Los Pozos! ¡los Plomos!—Ni hay tales Plomos, ni hay tales Pozos. Venid á verlos, y hallareis que son las prisiones más cómodas del mundo.—¡Ah! ¡los poetas! ¡los poetas! ¡Silvio Pellico! ¡Le Mié prigioni! ¡Calumnias! ¡tonterías!

Hablando de este modo, cogió un manojo de llaves y empezó á subir penosamente la escalera de que he hablado.

Yo lo seguí.

Al término de aquella larga, estrecha y empinadísima escalera, encontramos una especie de crugía, muy baja de techo, á la que daban cinco ó seis puertas iguales, chapadas de hierro y cargadas de cerrojos y fuertes cerraduras.

El Conserje abrió una de ellas, y entramos en una pequeñísima bohardilla, á cuyo techo se tocaba con la mano.

Una angosta ventana de reja dejaba ver el cielo y algunas chimeneas, y daba paso á torrentes de viva luz.

A pesar de que estamos en noviembre y de que hoy ha hecho un dia muy fresco, en aquel zaquizamí se sentia un calor insoportable.

El techo de la prisión se reducia á la fuerte lámina de plomo que cubre todo el Palacio Ducal.

El sol la habia ya caldeado... ¡y eso que eran la diez de la mañana!—Gradúese, pues, á qué estado de incandescencia llegará á las dos de la tarde de un dia de verano!

— Estos son los Plomos (i Piombi), prosiguió el Conserje. ¡Ya ve usted que no tienen nada de particular! Como prisión, no conocerá usted ninguna más alegre. Aquí hay luz; desde aquí se ve el cielo; desde aquí se ve hasta la Ciudad... ¿Dónde se encontraria un calabozo semejante? Un hombre encerrado en esta habitacion, podia creerse en su casa. Por esa ventana entraba el sol á visitarlo: las palomas se paraban en los hierros de la reja y le daban los buenos dias: los rumores de la poblacion, el ruido de los remos, los repiques de las campanas, los golpes de los talleres, los cantos de las criadas, hasta las conversaciones de las calles llegaban á sus oídos.—No era, pues, estar preso: era estar en el mundo.—¡Vayan los poetas noramala, y díganme dónde podria pasar un pobre los rigorosos inviernos de Venecia mejor que en el último piso del Palacio de los Dux!