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DE MADRID A NAPOLES

¿Quién va? dijo una voz cavernosa detrás de aquella puerta.

Yo no respondí; pero la abrí de par en par.

La puerta daba á la meseta de una escalera, de la cual se veian, á la luz de un opaco farolillo, algunos peldaños que subian y otros que bajaban.

En medio de la meseta estaba sentado en un enorme sillon un viejo decrépito, hado en un largo rendingote oscuro con capucha y mangas perdidas, y cubierta la cabeza con un gorro negro de dormir, que parecia el gorro frigio de Venecia.

Aquel hombre tenia la barba cana y crecida, cuidadosamente afeitada por ciertos lados, y no llevaba bigote.

Parecia un Dux.

Si yo hubiera tenido en Francia un encuentro semejante, habria sospechado que aquel lúgubre personaje era una máscara; esto es, que se le habia buscado y vestido de aquel modo á fin de producir una ilusion artificial en el ánimo de los viajeros... ¡Pero en Venecia no se está hoy para farsas!

— ¿Quién sois? volvió á preguntarme aquel hombre, cuyo rostro enjuto, verdinegro, arado por hondas arrugas, revelaba un carácter violento, impaciente, melancólico.

— Soy un curioso, le respondí. ¿Y vos? ¿quién sois?

— Yo soy Conserje de las prisiones de la señoría de Venecia hace sesenta años. Tengo setenta y siete de edad. He pasado catorce bajo la República de San Marcos. He conocido á dos Dux. Nací en este Palacio, donde mi padre era carcelero, como yo lo soy ahora; con la diferencia de que él custodiaba prisiones llenas de reos, y yo custodio unos aposentos vacíos ó llenos de telarañas. ¡A tales tiempos hemos llegado!

— ¡Este viejo está loco!—fué la primera idea que me ocurrió al oir el anterior discurso.

Pero luego recordé haber leido no sé dónde que en el Palacio Ducal de Venecia existia un famoso conserje, fanático defensor del Consejo de los Diez, al cual era preciso oir con paciencia, sí se queria formar verdadero juicio del Gobierno de la República...; y comprendí que estaba delante de él.

Díjele, pues, zalameramente:

— ¡Ya tenia yo noticias vuestras! Vos fuísteis el que esplicó á lord Byron y á Chateaubriand..

— ¡Chateaubriand! ¡Lord Byron! (me interrumpió el viejo, temblando de colera). ¿Por qué no me nombrais también á Silvio Pellico? ¡Todos vienen con la misma canción! ¡Reniego de los poetas! ¡Si yo hubiera sabido que iban á mentir con el descaro que lo han hecho, no los habría tratado con tanta bondad!—¿A qué venís aquí? (prosiguió, mirándome de hito en hito). ¡Aquí no hay nada que ver! Todo lo que cuentan los poetas es mentira. Aquí no se martirizaba á nadie. Esta era una cárcel como cualquiera otra. Los austriacos hacen muy mal en permitir que el público