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DE MADRID A NAPOLES.

portancia histórica, sino por las obras de arte que encierran.—Allí se ven, entre otras maravillas, algunas esculturas griegas de qran mérito: una Minerva colosal; una copia antigua de la Venus de médicis; un grupo las civo de Júpiter y Leda, lleno de expresión y encanto; otro de Ganimedes robado por el águila, atribuido por Cáuova nada menos que á Fidias; varios Gladiadores, y otras muchas magistrales estatuas.

Sin embargo, yo no me he parado á estudiar prolijamente aquellos preciosos mármoles. Esto hubiera introducido una fatal perturbación en mis sensaciones. En Venecia persigo solamente el ideal de los Tiempos Medios.—Pronto iré á Florencia, donde empieza la patria del arte clásico, y allí, y en Roma, y en Nápoles, encontraré repetidos hasta la saciedad todos los prodigios de la escultura antigua.

Una vez fuera de la Biblioteca, pasé por la Sala del Capi, donde se reunían los Tres Inquisidores que reinaban sobre el Consejo de los Diez, y al fin penetré en el aposento en que celebraba sus sesiones este pavoroso Tribunal...

Aquellas célebres estancias no dirían nada á la imaginación sin la ex plicación del Conserje. Por el contrario: las hermosas pinturas que las adornan, los raudales de luz que penetran en ellas por puertas y venta nas, y la graciosa ornamentación de las paredes y de los techos, alejan de la mente toda idea de horror y sobresalto.—Yo crucé, pues, por aquellos tremendos sitios sin emoción alguna, aunque muy satisfecho y orgulloso con el mero pensamiento de que ya podría decir toda mí vida que los había visitado.

Esta desilusion principiaba á mortificarme un poco, cuando hé aquí que repentinamente cambió por completo el carácter de mis impresiones, convirtiéndose en lo más dramáticas, auténticas y terribles que nunca hubiera imaginado.

Fué el caso que el Conserje, después de enseñarme y explicarme bajo el aspecto artístico todas las habitaciones que acabo de enumerar, me llevó de nuevo á la Sala del Capi; abrió una puerta secreta, perfectamen te disimulada, y, señalándome un pasadizo oscuro que principiaba en ella, me dijo:

— Entre usted por ahí; al fin de ese corredor encontrará al Conserje de las prisiones. Yo he concluido ya de servir al caballero.

Y hablando así, me tendió la mano, en la cual puse una moneda, y se marchó, dejándome solo en medio de la más triste oscuridad.

La puerta por donde yo acababa de entrar se cerró detrás de mí.

Era cosa de tener miedo, y lo tuve.—Lo pasado apareció á mí imagi nación, real, elocuente, pavoroso, resucitado.

Para tranquilizarme y atreverme á dar algunos pasos por aquellas ti nieblas, tuve que recordar que estamos en el año 60 del siglo XIX, y que el Consejo de los Diez dejó de existir hace muchos años.

Anduve, pues, á tientas por el lóbrego corredor, y llegué á una puer ta entornada por donde salía un débil rayo de luz.