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DE MADRID A NAPOLES.

ba el Canal Grande, enrojecido primero y teñido de ópalo despues por las luces del erepúsculo, que prestaban una fantástica apariencia á los Palacios.

Cuando ya fué de noche, volvimos á la Plaza de San Márcos.

Una espléndida iluminacion de gas, reflejándose en las bruñidas losas del suelo, en los cristales de los Cafés y en las hermosas fachadas de le Procuratie Vecchie y del Palacio Real, le daban el aspecto de un salon de baile.

Las venecianas y su séquito de amadores estaban de vuelta en la Plaza.

Su animacion y su alegría eran aún mayores que esta tarde. Los novios italianos, protegidos por la noche, paseaban juntos, y hasta los ofi= ciales austriacos se propasaban á mirar á sus enemigas, yendo en largas

hileras, cogidos del brazo. El ruido de sus sables se confundia con las carcajadas de las hermosas. Diríase que la velada es en Venecia una hora de olvido y reconciliacion. Mil conversaciones distintas, —balbucientes declaraciones, juramentos á media voz, íntimas confidencias, apasionados suspiros, murmuraciones, chanzas, incoherentes preguntas, nombres pronunciados en voz alta, reprimendas de madres, sordos rugidos de celosos cónyuges, alguna amenaza, alguna queja, tal vez alguna lágrima eruzándose con una risa, el tararco indiferente del que iba solo,—todas estas cosas juntas formaban un confuso rumor, plácido y melancólico, en que palpitaba y gemia nuestra pobre vida humana, el eterno poema de la juventud, amor che nullo amato amar perdona; Venecia, en fin, que no ha muerto todavía, ó que sale de su sepulero durante la noche y recuerda los tiempos que pasaron.

¡Oh! ¡Venecia! ¡Venecia!—Cuando á esa hora se la ve recobrar algo de su antiguo júbilo, de su apasionada alegría, de equella alegría que no lograban turbar los sangrientos dramas públicos ó secretos de que era teatro en los grandes dias de su libertad; cuando se oye el blando murmurio de su armonioso idioma, que aun repite bajo el dogal extranjero los suaves acentos del amor, y contempla uno á sus hijas, tan bellas hoy y encantadoras como en los tiempos en que Tintoreto y Ticiano las legaban á la admiracion del mundo, la imaginacion recompone el magnífico pasado de la ciudad galante, y se figura las mil y mil escenas que la mú—= sica y la pintura han eternizado, uniéndolas á la celebridad de Shakspea= re y de Rossini, de Byron y de Donnizetti, de Verdi y de Victor Hugo.

El muelle de la Piazzelta, á donde nos trasladamos luégo, atraidos por los acordes de un concierto ambulante, acabó de exaltar mi fantasía, haciéndome soñar con las poéticas historias que he citado.

Allí se embarcaron Otelo y Desdémona para la isla de Chipre, de donde nunca más volvieron.—Allí desembarcó Lucrecia Borggía, viniendo de Ferrara en busca de su adorado hijo.