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DE MADRID A NAPOLES.

alto; ¡y eso que Pádiía me interesa vivamente!...—Pero ya la veré cuando vuelva de Vcuecia con dirección á la Romana.

Al salir de Verona, el tren ha cruzado el Acuí/c sobre un magnífico puente.

Luego hemos visto á la derecha los Baños de Caldeiro, en cuyas cercanías combatieron muchas veces, á principios de este siglo, Francia y Austria, y se cubrió de inmarcesible gloria el general Massena.

Más adelante hemos saludado los célebres campos de Arcóle, regados también de sangre austríaca y franfeesa, y una de las páginas más brillantes de la historia de Napolítón L

Después hemos pasado cerca de dos Castillos ruinosos que, según la tradición, son las antiguas moradas de las familias enemigas de Romeo y Julieta, esto es, de los Montaign y los Capulet, ó sea de Capulletti e Montechi, como se dice en la ópera.—Ello es que se levantan sobre dos colinas gemelas y que se miran frente á frente.

Ahora, en fm, nos encontramos parados al pie de Vicenza.

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Vicenza es famosa en la historia del arte por ser cuna y contener las principales obras del inmortal Palladio, arquitecto ilustre que lijó el gusto vacilante del Renacimiento y sirvió de modelo y guia á la arquitectura moderna.—Yo siento en el alma no ver los Palacios y las Iglesias <jue constituyen la gloria de ese artista; pero consuélame de todo la idea (que ya no me abandona ni un instante) de que dentro de tres horas habré surcado la laguna en que se sienta Venecia y me pasearé ufanamente por la plaza de San Marcos!...

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Después de algunos minutos de detención, durante los cuales nos dejan algunos compañeros de viaje é ingresan en el tren otros nuevos, silba el pito de la locomotora, óyese cerrar apresuradamente todos los coches y seguimos nuestro camino.

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Al cabo de una hora de atravesar como un relámpago por fértiles campiñas, llenas de quintas y de aldeas, y por dos largos túneles, y sobre algunos riachuelos, volvemos á hacer alto, y un empleado del ferrocarril grita con voz estentórea:

—¡Padoval Padoval ¡Cinque minutil

—¡Pádua! ¡La ciudad de San Antonio! ¡La ciudad de Angelo, tirano tíe ídem! ¡La patria de Tito-Lívio! exclamo yo, consultando apresuradamente mí memoria.

Y miro por las ventanillas del coche, y sólo veo una estación como cualquiera otra, á la derecha del camino de hierro, y detrás una carretera, y luego un collado en que aran algunos labradores, y en último término unas voluminosas cúpulas, doradas por el sol poniente...

¡Aquella es Pádual...—Ya volveré dentro de algunos dias...

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