De camino que he recorrido todos estos templos, situados en opuestos estremos de Milán, lie visto la ciudad entera, asi los barrios ele^'antes como los nabitados por la plebe, y en todos ellos he pasado á la puerta de seculares Palacios, notables unos por su bella arquitectura, y otros por los históricos nombres que llevan. Pero el lugar que más me ha impresionado, á causa del sello de antigüedad que conservan todos los edificios, es la Pitízza del Mercanti, verdadero centro del Milán de todas las épocas, foco de los motines, emporio del comercio, mentidero público, asiento de la Bolsa y atrio del palacio de la Ragiour, palacio construido para servir de asamblea al Consejo de los ochocientos, cuando Milán era república independiente.
En otras Plazas he visto Fuentes públicas bastante graciosas, pero no tan bellas como las Puertas de la ciudad, entre las que merecen especial mención la Porta Oriéntale y la Porta Romana.—Esta última es un Arco de triunfo, levantado para celebrar la entrada de Margarita de Austria» mujer de Felipe III de España, en la ciudad de Milán, cuando la ciudad de Milán era una capital de provincia dependiente de Madrid, como hoy Barcelona, Murcia ó Badajoz.
Finalmente, he pasado media hora en la Biblioteca Ambrosiana, donde he visto muchos libros... más de cien mil; pero donde no he abierto ninguno...
En cambio, he leido varias cartas de amor, originales de Lucrezia Borgia, dirigidas ai cardenal Bembo.—Una de ellas dice: «Ahi te envío, mi bien amado, algunos de estos mis cabellos que tantas veces elogiaste... y>
Al llegar á este punto, dióme la humorada de preguntar al bibliotecario:
— ¿Y los cabellos?
— Arriba los verá usted, me respondió éste con la mayor seriedad.
Y en efecto, en una Galena de objetos preciosos que hay sobre la Biblioteca, enseñáronme después, al través de un cristal, un hermosa rizo de cabellos rubios perfectamente conservados!
¡Ay de mi! ¡Ya no hay mujeres como Lucrecia Borgia!—Mujer temible se llama hoy á la que devora... el caudal de los hombres...—¡Hasta el crimen se ha empequeñecido entre nosotros!
Asi me explico que la contemplación de los cabellos muertos de aquella duquesa tan hermosa, tan feroz y tan enamorada, me haya conmovido hasta la médula de los huesos!...—Pero esto no es escribir: esto es pecar.—Me arrepiento, pues, de lo que acabo de decir..., aunque no sin dolerme de no haber sido víctima de aquella mujer de cuatro maridos...
Lucrezia Borgia, Margarita de Yalois y María Stuardo tendrán siempre sus devotos...—¡Amaron tanto!... ¡Eran tan bellas!...—Mas dejemos esto.
Desde la Biblioteca ambrosiana fui en busca de mis amigos del Hotel (el prusiano H. de V. y el español duque de V.), con quienes estaba ci-