Página:De Madrid a Nápoles (1878).djvu/219

Esta página ha sido corregida
199
DE MADRID A NAPOLES

mico y yo me lie reido mucho al saberlo de boca del sacritan, quien acabó también por reirse. — La Iglesia ha sido siempre democrática en sus relaciones con los reyes.

El monumento de Juan Galeazzo recibe luz de una alta ventana, en cuyos vidrios se ve pintado, por cierto magistralmente, un colosal retrato de San Gregorio el Grande. — ¿Qué hace allí el autero y noble Pontífice, interpuesto entre el cielo y el mausoleo de Visconti? — ¿Es un mediador ó es un anatema? ¿Defiende al arrepentido, ó acusa al hipócrita que pretendió engañar al cielo? ¿Acepta la Cartujo, ó la rechaza? — ¡Quien lo sabe!

Desde la Iglesia he pasado al Monasterio, que es vastísimo.

El Claustro grande, en torno del cual se encuentran las celdas de los religiosos, tiene 12.) metros de largo por 102 de ancho. Su arquitectura es severa y magestuosa.

Pero al penetrar en aquellos sitios, yo no he pensado ya en las artes, sino en los cartujos. Una honda paz, nunca sentida, se ha apoderado de mi espíritu. Reinaba un silencio perenne, sublime, deleitoso. La luz del sol se esparcía alborozada por tanta soledad... Únicamente las aves, que cruzaban el alto cielo y pasaban inadvertidamente sobre el patio, daban señal de la vida del mundo y del mundo de la vida...

Todas las celdas (que son veinte y cuatro, sin contar la del Prior) estaban cerradas, y algunas de ellas vacías, ó sea habitadas por el recuerdo del último cartujo que vivió en ellas...

En esto se abrió una, y apareció un monge.

Yo me estremecí involuntariamente, creyendo ver un resucitado.

—Es el padre Ludovico, me dijo al oído el sacristan. Va á la celda del Pior.

El religioso avanzaba entre tanto con los ojos clavados en el suelo.

Al pasar por delante de mí bajó aún más la cabeza y se levantó un poco la capucha.

Era un hombre alto, moreno, demacrado, todavía joven... — Yo creo que no tendría treinta años.— Llevaba afeitada la cabeza, y vestía un sayo blanco de lana, ceñido á la cintura con una correa negra. — Sí yo hubiera visto sus ojos, podría conjeturar algo de su historia... Pero como no se los vi, ni aun adivinarla me es dado.

Después entramos en una celda vacia—Su último morador se murió hace dos meses.

— ¿Era viejo? le preguntó al sacristán.

— Tendría cuarenta años.

La celda, ó por mejor decir, la casa de cada cartujo, se compone de dos pisos y un pequeño jardin.— El piso bajo comprende una habitación con chimenea de campana, y un cuartito para leña , y el piso alto dos aposentos, uno de ellos con chimenea. El jardín de la celda que yo veía, habría tenido flores... Pero sus secas matas estaban ya por tierra.— En un rincón había un pozo, cuyo ocioso acetre y reposadas aguas me llenaron de melancolía.— No lejos se adivinaba el lugar de la sepultura, abier-