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DE MADRID A NAPOLES

El francés de las preguntas habia desaparecido.

Aunque estuve on Lyon muy poco tiempo; ó , por mejor decir, aunque verdaderamente no he estado en Lyon, este nombre despertará siempre en mí un indeleble recuerdo.

Hablo del panorama que presentaba la gran ciudad manufacturera, vista desde el soberbio Puente de la Gare. Estaba saliendo el sol, como he dicho: flotaban aún en la atmósfera las húmedas nieblas del amanecer, y la intensa luz del astro-rey, hiriéndolas horizontalmente, circundaba á Lyon de un ambiente de oro, en medio del cual se dibujaban con vigor los nobles y altísimos edificios de la ciudad, sus anchas calles, los Muelles, los repetidos Puentes, las innumerables chimeneas de las Fábricas y las torres de las Iglesias. Todo esto aparecía bañado de una misma tinta fantástica, dorada, sobrenatural, que lo hermoseaba y engrandecia al mismo tiempo, recordándome ciertas decoraciones teatrales que he visto y que representaban á Nínive ó á Babilonia,

Pocos momentos despues empezarian el ruido y el movimiento en la gran capital; pero en aquel instante Lyon permanecia aun en brazos del sueño. El sol se paseaba solitario por sus desiertas calles, como acontece siempre á los grandes madrugadores: las chimeneas de las fábricas, esos modernos obeliscos, no arrojaban todavía humo; ni se oía mas ruido que el alto rumor del Ródano y del Saona, ó el son de alguna que otra campana que llamaba á la primera Misa.

Yo no he visto nunca una ciudad tan muerta y tan viva al mismo tiempo; tan llena de luz y tan privada de voz y animación. — Y es que en Lyon penetra el sol de lleno tan luego como amanece, á causa de lo muy descubierto que se halla su horizonte hacia Levante...

Baste deciros que desde el Puente en que yo me encontraba, veía claramente las cimas de los Alpes, los cuales me llamaban con secretas voces.

— ¡Esperadme! les dije...

Y á la verdad, me esperaron demasiado tiempo. — París, á donde me dirigia, con propósito de permanecer en él una semana, debía de ser para mí lo que la Isla Afortunada para Reinaldo. — ¡Ay! el extranjero en París es la sal en el agua...

Pero no adelantemos los sucesos.


Los cuatrocientos ó quinientos viajeros que constituíamos la pobla- cion nómada del tren-correo, y que tan de mañana hacíamos aquella visita á los leoneses, descendimos á la magnífica Estacion en busca del desayuno, y en el soberbio salón del buffet se nos unieron unos cien pasajeros más, que aguardaban allí nuestra llegada.

En los viajes por ferro-carril es este un momento sumamente divertido. En la elegante Francia sobre todo, pásase un buen rato viendo tanta lujosa viajera, tanta solitaria beldad, tanta pareja non-sancta, y