Pues señor, heme aquí solo en mi solo cabo, empaquetado en un coche del tren que me sacó de Turin, rodeado de extranjeros que no he visto ni volveré á ver en toda mi vida, y reducido á hablar conmigo mismo, ó sea con mi Libro de memorias, único camarada que sabe aquí quién soy yo, de dónde vengo, á dónde voy , y á quién habría que enviarle mi saco-de-noche, si por acaso me muriera ó este ferro-carril hiciera de las suyas...
¡Oh! ¡cuánto envidio á los hombres que sienten y callan, ó, por decir mejor, que pueden callarse lo que sienten! — Yo he pecado siempre por el extremo opuesto, de trasmitir al primer recien-venido mis alegrías, mis pesares y mis entusiasmos; — debilidad que me ha acarreado muchos sinsabores y bastantes compromisos; pues no todos los hombres administran honradamente las confidencias de sus prójimos. — Desde que adquirí tan amargo convencimiento, dejé de dar á nadie parte de mis dolores, y los encerré con siete llaves en mi corazón , á riesgo de morir de una aneurisma ; pero en cambio me siento cada vez más inclinado á comunicar á los demás todos mis contentos y felicidades.
¡Singular filantropía!... Cuando me encuentro solo, delante de alguna cosa bella, de algún hermoso espectáculo, de algún prodigio natural ó creado por el arte, lo primero que se me ocurre es lamentar que no se halle en torno mío toda la humanidad, participando de mi admiración; y, si estoy acompañado, necesito, para que mi goce sea comp'eto, que los demás se conmuevan tanto como yo, que lo demuestren, que lo procla-