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DE MADRID A NAPOLES

éramos suyos, agitó los remos, permaneciendo de pié en medio del esquife; y la tajante quilla empezó á romper el unido y terso cristal de aquel apacible estanque...

El movimiento era tan leve, que durante la travesía Iriarte iba dibujando las líneas generales del paisaje, y yo, escribiendo todas estas impresiones en mi libro de memorias.

Nos dirigíamos á Isola Madre, la mayor del encantado archipiélago, y que, sin embargo, no tendrá un kilómetro de circunferencia.

Un cuarto de hora despues, atracábamos al pié de una ancha escalera tallada en la roca viva, cuyas gradas conducian á una puerta del Renacimiento, sobre la cual se veia un escudo de armas.

Eran las armas del propietario de la isla; del conde Borromeo, des- cendiente por línea recta del mismísimo San Cárlos.

Saltamos, pues, del bote á la escalinata, y lamamos á la puerta.

Un jardinero vino á abrirnos.

Era el único habitante de aquélla mansion de delicias.

A las pocas palabras que pronunció, nos persuadimos dle que era tonto; pero tonto imbécil, como los del Valais, —salvo el padecimiento Tísico.

—«¡ Dichosa comarca!... ¡ Verdadero eden! ¡Refugio de la paz y de la inocencia! exclamé yo entonces, quitándome el sombrero y apostrofando á aquella tierra. Tu único habitante, ¡oh Isla Afortunada! ¡oh Isla de Jauja!, es un idiota, es un hombre feliz, es un hombre de bien. ¡Ave! ¡Salve! ¡ Yo te saludo con el respeto que hubiera saludado el Paraiso antes de que Adan contrajera matrimonio!»

Y era la verdad. Aquel bienaventurado jardinero, único morador de todo un mundo en miniatura, y de un mundo tan bello y delicioso, me recordaba á nuestro primer padre,—el cual tampoco debió de ser muy avisado. ?

Entramos en la Isla.

Yo le habia dado en broma el nombre de Paraiso; pero es lo cierto que ningun otro le cuadraba mejor.

Primero nos hallamos en un bosque de laureles, por en medio del cual serpenteaba una arrecifada cuesta.

Este bosque era tan espeso, que por ninguna parte se descubria la bóveda celeste, y miles de ruiseñores, ocultos en las sombras del perfumado ramaje, prestaban voces de amor al alto silencio de aquella soledad dichosa...

Habia en todo esto un encanto, un misterio, una poesía, que recordaba el templo de la Inmortalidad imaginado por los vates de la Grecia, la sagrada mansion de Apolo, el Parnaso, pintado por Rafael Urbino.—Los ruiseñores, cantando en los laureles, parecíanme poetas inmortales, reunidos en Delphos en torno del Hijo de Latona; ó bien creia haber desembarcado en la isla de Delos, y halládola, no tal como hoy se encuentra, deshabitada y pobre, sino tan rica y bella como debió de ser en otro