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DE MADRID A NAPOLES

interrumpió la conversacion, diciendo: —«¡Ah! ¡Diablo! ¡Hace un frio!... Perdon, señores... No se incomoden ustedes... ¡Héme aquí! Ya estoy bien... Les suplico que sigan como estaban»... Y se metió en medio de los suizos, ocupó el mejor lugar, empezó á dar vueltas para calentase por todos lados, y, cuando ya entró en calor, dirigióse á uno de los soldados, como si lo conociese de toda la vida, y le preguntó en francés:

—¿Qué uniforme ha sido ese, bravo militar? ¿Adonde se va? ¿De dónde se viene? ¡Mal tiempo empieza para la tropa! ¡Sapristi! ¡Yo me alegro de ser paisano! El ejército francés está pasando muy malos ratos en Argel, no á causa del frio, sino del calor... En fin... Ustedes acaban por acostumbrarse... El hombre es como los maridos, que se acostumbran á todo!...

Y se puso á tararear.

El suizo interpelado no respondió una sola palabra á este discurso, y su compañero siguió la relacion de la batalla...

El Inglés miraba al Francés con odio mezclado de desprecio, y quizás tambien con envidia, al verlo en posesion del mejor sitio de la chimenea, mientras que él se veia obligado á caminar á brincos, sin conseguir meter sus piés en calor...

El Francés no reparaba en nada ni en nadie; y, como echase le menos una respuesta á sus preguntas , volvió á tomar la palabra, y dijo á los soldados:

—Perdon, señores; alguno de ustedes ¿habla francés?

—Yo hablo francés, dijo uno de los militares con visible impaciencia.

—Perdone usted si le molesto. ¿Usted será tan fino que tendrá la bondad de tomarse el trabajo de haceme el favor de decirme qué diablos está refiriendo ese bravo militar, para ser escuchado con tanta atencion?

—Caballero, respondió el Suizo. Nosotros hemos sido hechos prisioneros en la Batalla de Castelfidardo.

—¡Ah! ¡Castelfidardo! ¡Hé aquí un mal negocio para la Francia! ¡Ese pobre diablo de Lamoriciere ha proporcionado á las armas francesas... (porque, al fin y al cabo, franceses eran él y los suyos, aunque enemigos del emperador...) les ha proporcionado, digo, la ignominia de una derrota; ignominia que no conocian hace muchos años!

Estas palabras, dichas con cierta solemnidad, interrumpieron la narracion del otro suizo.

Tambien aquel comprendia el francés, y poco á poco fuí viendo que no habia en la habitacion una sola persona que no lo hablara.

El commis iba á realizar su propósito de convertir á su lengua una soirée que se habia iniciado en aleman.

—Señores (exclamó entonces enfáticamente); como buen francés, no puedo menos de simpatizar con ustedes; pues han derramado su sangre á las Órdenes de un hijo de la Francia!!

—A las órdenes de un hijo de la Iglesia, replicó gravemente otro suizo. Nosotros servíamos al Papa.

—Eso era lo malo, repuso el commis-voyaceur. Dios no quiere que la