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DAVID COPPERFIELD.

de recurrir á él. Escurríme, pues, á lo largo de la tapia y gané furtivamente el camino arenoso que habíamos atravesado mil veces en nuestros paseos de colegio. Era el camino de Douvres; le conocia del tiempo de aquellos paseos, de aquel tiempo en que no sospechaba que mas tarde lo recorreria como un vagabundo.

Era domingo, y las campanas daban al aire sus clamores. ¡Oh! mis queridas campanas de los domingos en Yarmouth, no son estas aquellas vuestras voces que encantaban tanto mis escursiones por la playa. Estas tratan de invitar á los fieles al reposo y la plegaria; en vano, al pasar por delante de una iglesia, distingo desde la puerta, abierta de par en par, la congregacion de fieles que, sentados tranquilamente, esperan al predicador; en vano, desde la nave de otra, llega á mí el cántico de los salmos, acompañado de las melodías del órgano; en vano veo en el atrio el sacristan con su traje de gala respirar la brisa suave; ese domingo no es uno de mis antiguos domingos, no... La calma y el reposo reinaban por do quier, menos en mi pecho : al verme sucio, empolvado, casi haraposo, con el pelo en desórden, sentia que en mi corazon nacian instintos deplorables.

¡Ah! para continuar mi triste peregrinacion tuve necesidad mas de una vez de evocar el cuadro que me trazaba á mi madre, hermosa, jóven y pura, llorando al lado de la lumbre é inspirando una tierna compasion á mi temida tia... Afortunadamente no me abandonó semejante imágen; no dejé de verla delante de mí y la seguí.

Aquel dia anduve veinte y tres millas, no sin trabajo, pues aquel género de fatiga era nuevo para mí.

A la caida de la tarde atravesé el puente de Rochester, con los piés doloridos y comiendo un pedazo de pan que habia comprado para cenar. El rótulo de uno ó dos albergues en que « se daba posada » me habia tentado, pero temia gastar los peniques que me quedaban, y aun tenia mas miedo cada vez que hallaba un hombre de mala catadura que seguia mi camino.

No busqué mas techumbre que la celeste bóveda, y me arrastré hasta Chatham, que aquella noche se presentó á mis ojos como un caos de tierra negra, de puentes levadizos y de buques sin mástiles, con un techo como el del arca de Noé : me encaramé en una especie de bateria cubierta de cesped, que dominaba un sendero, donde estaba de guardia un centinela. Me acosté allí, al lado de un cañon, y fuí feliz al oir el ruido regular de los pasos del centinela, bien que él no sospechase que estaba á su lado. Dormí profundamente hasta el dia siguiente.

Aquella vez me desperté al son del tambor, y me pareció al oir por todas partes la marcha de la tropa que me rodeaba todo un ejército : bajé de mi bateria y emprendí mi caminata hácia la estrecha calle de Chatham; pero comprendí que si no miraba por mis piernas y aquel dia andaba una jornada corta, no me seria fácil llegar á Douvres. Examiné el estado de mis fondos, y resolví empezar mis operaciones vendiendo mi chaqueta. Me la quité, pues, para habituarme á poder vivir sin chaqueta, y liándola debajo del brazo, atisbé dónde podria hallar un ropavejero.

Me hallaba precisamente en el mejor lugar del mundo para vender una chaqueta, pues los ropavejeros, no solo abundaban con profusion, sino que estaban al acecho de parroquianos.

La mayor parte tenian entre sus harapos uno ó dos uniformes de oficial, con espuelas y demas; trajes tan espléndidos me dieron cierta timidez, y jamás me hubiera atrevido á desdoblar mi mercancia en unas tiendas tan lujosas.

Acudí, pues, á los ropavejeros que tenian en sus tiendas trajes de calafates ó de marineros, y á aquellos cuya modesta casa me recordaba la de Dolloby.

Descubrí por fin uno, que juzgué que era mi hombre; habitaba en la esquina de una callejuela bastante sucia; la ventana de la tienda tenia una reja y ofrecia á mi vista una porcion de trapos colgados entre varios fusiles mohosos, sombreros de hule, ferretería y una coleccion de llaves capaz de abrir todas las puertas del universo.

Bajábase á aquella tienda, cuya ventana, en vez de darla luz, la hacia mas sombría, por unas cuantas escaleras de piedra. Entré con el corazon encogido, y mi emocion aumentó al ver salir de una alcoba sumamente oscura un viejo horrible que me agarró por los pelos. Su barba era blanca, espesa, y él vestia un chaqueton de franela amarilla y olia que apestaba á ron.

— ¡Oh! ¿qué quereis? tartamudeó el viejo con voz de chicharra. ¡Por los cuernos de Moisés! ¿qué es lo que quereis? gr, gr, gr, gr, gr.

Me quedé tan turbado ante un ataque tan brusco, y sobre todo al oir el gruñido con que terminó su