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DAVID COPPERFIELD.

quedaban del dinero de la semana (lo cual quiere decir que estábamos en miércoles), y se los ofrecí cordialmente á mistress Micawber.

— No, no, me dijo ella abrazándome; no quiero aceptar; pero en cambio, os suplico que me dispenseis un servicio... pues sois la discrecion en persona, á pesar de vuestros pocos años.

— Estoy pronto; ¿qué es preciso hacer?

— Ya he vendido toda nuestra plata; pero aun nos quedan algunas frioleras... aunque Mr. Micawber tenga cariño á esos objetos, ante todo es preciso dar de comer á estas pobres eriaturitas. Encargar semejante comision á la huérfana de San Luc seria darla pié para que se tomase libertades enojosas... ¿ Me atreveré á suplicaros que os ocupeis de esto?

Comprendí de lo que se trataba. Aquella misma noche fuí á cumplir mi primer cometido, y otro al dia siguiente, y así sucesivamente el resto de la semana, antes de ir al almacen ó cuando regresaba.

Así desaparecieron primero algunos volúmenes que Mr. Micawber llamaba pomposamente su biblioteca, y que pasaron sucesivamente de la casa al puesto de un librero vecino de casa : despues de los libros, encarguéme de negociar otros varios objetos, que me hicieron trabar conocimiento con un prestamista que vivia al lado: entre paréntesis, el librero apenas sabia leer, y como ademas, casi siempre estaba borracho, su mujer hacia las compras en vez suya. En cambio el prestamista era un latinista que me hizo conjugarle un verbo, mientras inscribia en su registro lo que le llevaba de parte de mistress Micawber.

Pero aquellos últimos recursos tambien se acabaron; la crisis tuvo lugar, y un dia Mr. Micawber fué preso y conducido á la cárcel del Banco del Rey.

— Ya sucedió lo que temia, me dijo, el Señor me ha abandonado.

Creíle entregado á la desesperacion, pero mas tarde supe que aquella misma noche habia jugado á los bolos en el patio de la cárcel.

El domingo que siguió á su arresto fuí á verle, sin necesidad de preguntar mi camino muchas veces; así que hube traspuesto el fatal umbral recordé á mi héroe Roderik Random, gracias al cual no ignoraba que me hallaba en una cárcel de deudores.

Mr. Micawber me esperaba en el patio : lloró y me suplicó solemnemente que no olvidase jamás que si un individuo que posee veinte libras esterlinas de renta no gasta mas que diez y nueve chelines y seis peniques será feliz, y miserable si gasta toda la renta.

Despues de esta sentencia que le era familiar, me pidió prestado un chelin para mandar subir una botella de cerveza : estendió un bono á mi órden para que me pagase mistress Micawber, se enjugó los ojos y cobró ánimo.

Otro deudor que habitaba en la misma celda que él, vino á reunírsenos : para pagar el escote de su cena traia una loncha de carnero; rogáronme que subiese al cuarto de arriba y pidiese prestado al capitan Hopkins un cuchillo y un tenedor.

El capitan Hopkins ocupaba aquel cuarto con su mujer y sus dos hijas. Tan mal peinadas estaban aquellas buenas señoras que jamás se me hubiera ocurrido pedirles su peine; el capitan que tampoco estaba mucho mejor peinado, y que vestia una levita tan sucia como raida, me confió el cuchillo y el tenedor, que le devolví á las dos horas y le dí las gracias de parte de Mr. Micawber.

Volví en seguida á casa para dar noticias del pobre preso : su mujer se desmayó al verme, pero consolándose con la misma facilidad que el marido, dispuso para aquella misma noche su ponche de huevo, al que fuí invitado.

Ignoro cómo se vendieron los últimos muebles de la familia, pero el caso fué que desaparecieron todos, excepto cuatro sillas, la mesa de la cocina y dos camas, comprendida la mia. Acampamos aun algunos dias en la desierta casa de Terraza-Vindsor hasta que Mr. Micawber obtuvo un cuarto en la cárcel y pudo trasladarse allí su mujer. Alquilóme un cuartito en los alrededores, á mi gran satisfaccion, pues necesitábamos mucho unos de otros, para separarnos. Tambien la huérfana de San-Luc fué á ocupar un modesto chiribitil de los alrededores. Mi alojamiento era un granero que tenia vistas á un gran corral. Tomé posesion de él con una alegria relativa, pues suponia que la posicion de mis amigos ya no podia empeorar, y que en el ínterin que mejorase obtendria el permiso de verles todos los dias lo menos una hora.

Como me preciaba de discreto, no dije nada de lo ocurrido en mi almacen : guardé el secreto.

Mi trabajo cuotidiano continuó siempre lo mismo, en nada cambió ni la asiduidad, ni la repugnancia que hácia él tenia, ni la circunspeccion.