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DAVID COPPERFIELD.

vista era un ejercicio expuesto. Pero me estimulaba la gloria de verme querido y buscado como un discípulo inapreciable para divertir á los demas, pues mi habilidad llamó la atencion entre mis condiscípulos.

En un colegio dirigido por un sistema de crueldad, bien sea un necio ó un hombre capaz el que preside, se expone uno á no aprender gran cosa. Creo que los discípulos de Mr. Creakle eran tan ignorantes como el que mas : la mayor parte de las veces se les castigaba y pegaba para que aprendiesen algo. ¿Qué aprende en la vida un hombre atormentado por una persecucion incesante? Con mi vanidad y la ayuda de Steerforth se desarrolló mi virgen inteligencia, y aunque me castigaban con la misma severidad que á los demas, por mi parte era una excepcion, pues trataba de instruirme un poco.

Debílo no poco á los cuidados de Mr. Mell, que concibió por mí un cariño que recuerdo con gratitud. Me afligia el ver que Steerforth le trataba con un desprecio sistemático y aprovechaba gustoso la ocasion de herir su amor propio. Estaba tanto mas pesaroso, cuanto que, no teniendo ningun secreto para Steerforth, le habia contado nuestra visita á las dos pobres, y estaba temiendo á cada paso que mi condiscípulo se lo dijese para humillarle.

Ni él ni yo sospechábamos las consecuencias que debia traer el haber introducido mi insignificante persona en aquel asilo de caridad, donde me dormí al son de la flauta y á la sombra de dos plumas de pavo.

Cierto dia en que Mr. Creakle se habia quedado indispuesto en su habitacion, lo cual nos procuraba cierta alegria, la clase de por la mañana habia alborotado demasiado. En vano el temible Tungay se presentó hasta tres veces para restablecer el órden y apuntar el nombre de los mas alborotadores. El de la pata de palo no consiguió nada : como estábamos seguros que al dia siguiente se nos castigaria, queriamos gozar de un dia de libertad.

Era un sábado, y el uso hacia de aquel dia casi casi uno de fiesta; como el tiempo no estaba á propósito para dar un paseo, se nos dió la órden de volver á las clases por la tarde. Hubiéramos podido turbar el reposo de Mr. Creakle jugando debajo de sus ventanas; contentáronse con imponernos algunos ejercicios fáciles, preparados ad hoc. Aquel dia le tocaba salir á Mr. Sharp para dar á rizar su peluca; de suerte que Mr. Mell, que recibia el pobre todas las cargas, presidia solo la clase.

Si pudiera asociar la imágen de un oso ó de un toro con un hombre tan dulce como Mr. Mell, le compararia á uno de aquellos animales acosado por una jauria de perros. Le recuerdo en lo mas fuerte de la pelea, apoyando su pobre cabeza en su huesosa mano y tratando de continuar su trabajo en medio de un tumulto capaz de causar un vértigo á un orador de la Cámara de los Comunes. Muchachos habia que se levantaban de su asiento para ir á jugar al gato en un rincon; otros reian, otros cantaban, otros hablaban en voz alta, y mas de uno bailaba; esto sin contar con dos que hacian gestos y muecas al pobre Mr. Mell, riéndose á su espalda, convirtiéndole en ridículo, burlándose de su pobreza, de sus botas, de su frac raido, de su madre, en fin de todo aquello que debian haber respetado.

— « ¡Silencio! » exclamó Mr. Mell levantándose de repente y pegando con un libro encima de su pupitre. ¿Qué quiere decir esto? Ya no se puede aguantar mas; hay para volverse loco. ¿Cómo teneis valor para conduciros connmigo de este modo?

El libro con que habia pegado encima de su pupitre era mio. Como en aquel momento me hallaba á su lado, pude seguir la mirada de indignacion que echó alrededor de la sala, donde los colegiales se pararon inmediatamente, unos sorprendidos, otros algo intimidados y otros sintiendo quizás un remordimiento.

El sitio de Steerforth estaba al último de la sala : se encontraba allí apoyado negligentemente en la pared, con las manos en los bolsillos y mirando hácia Mr. Mell, con los labios medio cerrados, como uno que silba.

— ¡Silencio, señor Steerforth! exclamó Mr. Mell.

— Empezad por callaros, replicó Steerforth, poniéndose encendido como una amapola; ¿á quién creeis que hablais?

— ¡Sentaos! díjole Mr. Mell.

— Sentaos vos si quereis, replicó Steerforth, y ocupaos de vuestros asuntos.

Levantóse un murmullo de aprobacion; pero Mr. Mell estaba tan pálido que no tardó en restablecerse el silencio. Un discípulo que se habia adelantado imitando á su madre, con la mano extendida para recibir limosna, renunció á aquella parodia y pretendió que solo habia querido presentarle su pluma para que la cortase.