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DAVID COPPERFIELD.

Como me pareció un buen chico, me atreví á pedirle tintero, pluma y papel para escribir á Peggoty. No solo salió á buscarlo inmediatamente, sino que llevó su amabilidad hasta colocarse detrás de mí y mirar por encima del hombro mientras que borroneaba mi carta. Así que la hube cerrado preguntóme á qué colegio iba.

— A uno que está cerca de Lóndres, contestéle, que era todo lo que yo sabia.

— ¡Dios mio! lo siento.

— ¿Y por qué? ¿se puede saber?

— Porque en ese colegio fué donde rompieron dos costillas á un pobre niño; sí, señor, dos costillas... Aquel infeliz tenia... sí, eso es... ¿Cuántos años teneis?

— Voy á cumplir nueve.

— Justamente su edad. Tenia ocho años y medio cuando le rompieron la primera, y dos meses mas tarde la segunda.

No pude menos de notar en alta voz que aquella coincidencia me era sumamente desagradable, y pregunté cómo habia ocurrido la cosa. La respuesta no fué nada consoladora : se componia de una sola palabra, pero siniestra : ¡Zurrándole!

La trompeta de la diligencia vino á interrumpir muy á propósito una conversacion que no tenia nada de agradable. Eché mano al bolsillo con una mezcla de orgullo é incertidumbre.

Al fin le pregunté :

— ¿Debo algo?

— Un pliego de papel, contestó el mozo. ¿Habeis comprado alguna vez un pliego de papel?

— No recuerdo.

— El papel está este año muy caro, á causa de la cuota; ¡seis sueldos! ¡Por ahí vereis cómo nos tasan en este pais! No debeis nada mas... salvo la propina que querais dejarme. No hay para qué hablar de la tinta; esa la pongo yo de mi bolsillo.

Me puse como una amapola, y pregunté tartamudeando :

— ¿Cuánto puedo... debo... dar al mozo?

— A no tener un enjambre de criaturitas que están atacadas de viruela, bien seguro es que no recibiria una moneda de doce sueldos. Si no tuviese que mantener un padre anciano y una hermana moza, — aquí el criado se conmovió muchísimo, — no recibiria ni un maravedí. Si tuviese una buena colocacion y me tratasen bien aquí, me tendria por feliz en dar esa bagatela, en vez de recibirla; pero como las sobras de la cocina y duermo encima de los sacos de carbon... Y al llegar á este punto el camarero rompió á llorar.

Conmovíme no poco ante tamaños infortunios, y me hubiera echado en cara mi mal corazon si me hubiese atrevido á darle menos de diez y ocho sueldos. Alarguéle, pues, bonitamente uno de mis tres chelines, que recibió con profundo respeto y humildad, sin olvidarse de probar en seguida si era ó no falso.

Así que me ví instalado en mi asiento de rotonda, desconcertóme un tanto la idea de que supiesen que habia comido solo, sin participacion, toda la comida que me sirvieron en la posada.

Una señora que iba en el interior sacó la cabeza por el ventanillo y dijo al mayoral :

— Jorge, tened cuidado de este chico, porque sino se va á morir.

Al mismo tiempo las criadas de la casa acudieron en tropel á la puerta de la cocina para admirar y reirse del jóven fenómeno. En cuanto al infortunado camarero no parecia turbarse ni avergonzarse al ver que me señalaban como una maravilla, y hasta se adhirió á la admiracion general. Si hubiera tenido una ligera sospecha, entonces hubiéranse aclarado mis dudas; pero era tal mi sencillez infantil y tal mi respeto á mis mayores, — cualidades que las criaturas cambian demasiado prematuramente por la sabiduría mundana, — que ni siquiera imaginé que se habian burlado de mí.

Debo confesar que me fué muy duro el verme convertido en ridículo y ser el blanco de las cuchufletas que se dirigian el mayoral y los otros.

— ¡La diligencia está muy cargada por detrás! gritaba uno.

— ¿Por qué no se ha colocado á ese niño en una galera? decia otro.

La historia de mi supuesta voracidad no tardó en correr de boca en boca entre mis compañeros de rotonda, y puedo decir que se rieron á grandes carcajadas.

— En el colegio os van á hacer pagar por dos, exclama uno.

— Debeis entrar con condiciones especiales, añadia el de mas allá.

Y de todo esto, lo peor es que comprendia que la vergüenza me impediria comer si nos parábamos en otra posada, y con la prisa de ocupar mi asiento se me habia olvidado coger los pasteles. Con efecto, la diligencia hizo alto para que cenaran