detuvimos ante un hospital; á la puerta habia un coche fúnebre en extremo sencillo; el cochero re- conoció á mi tia, y obedeciendo á una señal que esta le hizo por la portezuela de nuestro coche, se puso en marcha.
Le seguimos.
- Creo que lo habreis comprendido todo, Trot, me dijo mi tia; ha muerto.
- ¿Ha muerto en el hospital?
- Si.
Mi tia permaneció inmóvil, impasible, á mi lado... pero vi de nuevo algunas lágrimas en sus ojos.
Habia ya estado enfermo una vez, continuó mi tia; hace algunos años que su salud estaba de mas en mas gastada; en esta última enfermedad reconoció su estado y me mandó á buscar por un enfermero. Estaba muy arrepentido... muy arre-. pentido.
- Y fuisteis á verle en el hospital; lo sé, tia mia.
- Si, en diversas ocasiones.
- Murió la vispera de nuestra partida para Can- torbery, ¿no es eso?
- Si, añadió mi tia; nadie puede ya molestar- le... Por eso cra nula la amenaza de Uriah.
Salimos de Lóndres y no nos paramos hasta el cementerio de Hornsey.
- Está mejor aqui que en la ciudad, dijo mi tia ; era su pais natal.
Echamos pié á tierra y acompañamos el ataud hasta un rincon que recuerdo muy bien, y donde se confió el cuerpo á la fosa despues de las oracio- nes acostumbradas.
- Mi querido David, dijo mi tia mientras llegá- bamos al coche, hoy hace treinta y seis años que me casé. ¡Dios nos perdone á todos! Emprendimos en silencio el camino de Highga- te, y mi tia tuvo mi mano entre las suyas mucho tiempo.
Al fin rompió á llorar y me dijo:
- Era un hombre muy guapo cuando nos ca- samos, Trot!... ¡Ay! cómo habia cambiado!
Estas lägrimas fueron un gran alivio para mi tia, y despues recobró su serenidad, diciendo que únicamente tenia los nervios muy agitados.
- Dios nos perdone á todos! repitió.
Al llegar al collage, encontramos una carta de Mr. Micawber, que habia traido el correo de la mañana, y decia asi:
«Cantorbery, viernes.
« Mi respetable señora y mi querido Copperfield: La tierra prometida, en otro tiempo tan resplan- deciente en el horizonte, está todavia envuelta en nubarrones impenetrables, y sustraida para siem- pre á las miradas de un malhadado náufrago.
« Una nueva sentencia de encarcelamiento ha sido dada por el tribunal del Banco de S. M. el Rey, en Westminster, en favor de Heep contra Mi- cawber, que se encuentra en poder de los oficiales del scherif, investidos de la jurisdiccion legal, y exclama con el poeta:
Ya llegó el dia y el angustioso instante;
Ya convoca el clarin á la batalla,
El altivo Eduardo aquí se acerca;
Cautivo soy... perdi toda esperanza.
« Una vez entre cadenas, me lo dice el corazon, mi fin no tardará, porque hay un grado de tortura moral que el hombre no puede resistir, y yo he alcanzado ese grado.
« Que el cielo os bendiga, por siempre jamás, amen. Espero que algun curioso viajero, atraido por una simpática piedad á los estrechos calabozos asignados como domicilio á los prisioneros por deudas, se parará ante las murallas de mi calabo- zo, para meditar y descifrar las oscuras iniciales W. M., grabadas con un clavo.
«P. D.- Yo mismo rompo el lacre de mi carta para añadir que nuestro comun amigo Mr. Trad- dles (que se haila aun en Cantorbery, en perfecta salud), ha pagado mi deuda en nombre de mis- tress Trotwood, por lo que, tanto yo como mi familia, estamos en el colmo de la felicidad terres- tre.»
Antes de terminar estas memorias, me encuen- tro obligado á volver atrás, para contar uno ó dos incidentes que he pasado por alto, con el fin de no cortar el relato de los sucesos que forman los capitulos precedentes.