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DAVID COPPERFIELD.

chist! hacedme una promesa. Tengo necesidad de hablar á Inés. Cuando bajeis, decidselo; mandadla, y mientras que le hablo no dejeis entrar á nadie... ni aun á la tia. Debo hablarla á solas... á ella sola.

- Os lo prometo, Dora; voy á advertir á Inés, que vendrá en seguida.

Pero no pude abandonar á mi mujercita, ; pues sufria mucho! Ella me retuvo en sus brazos, repi- tiendo á media voz :

- Decia que mas vale que sea como es. Ay! David, algunos años mas, y no habriais podido amar mas á vuestra mujer-niña; luego otros años, y os habriais encontrado tan contrariado, que no habriais podido dispensaros de amarla un poquito menos. Sé que era muy niña, muy niña por la edad y las ideas... mas vale que sea como cs.

Bajé al salon y di el recado á Inés, que partió dejándome solo con Jip.

El pabellon chinesco de Jip esti cerca del fuego3; el perrillo acostado en su cama de franela, se queja y trata de dormirse.

La luna está lena; al mirar por la ventana siento correr mis lágrimas, y mi corazon recibe un cruel casligo... cruel, porque me he repetido lo que Dora decia hacia un instante, y he sentido un remordi- miento.

Me siento cerca de la chimenea, y repaso en mi mente las pequeñeces que han pasado entre Dora y yo, y comprendo cuán verdad es que las peque- ñeces forman el total de la vida. Dora se me apa- rece como la encantadora niña que ví la vez pri- mera, con las gracias que le prestaba su novel amor.

¿Habria sido mejor, en efecto, que nos hubiése- mos amado como se aman dos niños, para olvi- darse despues mútuamente? ;Corazon indómito, responde!..

Paso algun tiempo en este delirio, hasta que el viejo amigo de mi mujer-niña me saca de mi abs- traccion.

Mas agitado que nunca, se arrastra fuera de la pagoda, me mira, va hasta la puerla y aulla, para indicarme que quiere subir á la habitacion de su ama.

- No, Jip; csta noche no!

Jip se me accrca lentamente, me lame las ma- nos y levanta su pesada cabeza mirándome con sus ojos medio apagados.

- Jip! ¡es posible! ¡vas á morirte!

El perrillo se tiende a mis piés, se vuelve como para dormirse, y dando un lúgubre aullido, cs- pira.

Inés aparece en el umbral de la puerta.

- ¡Inés, mirad, mirad al pobre Jip! Pero, Ines, por qué esa palidez letal y ese dolor profun- do que cubre vuestro rostro? ¿ Por qué ese torren- te de lágrimas, ese mutismo, esa mano solemne- mente levantada hácia los cielos? ;Ay! ; Inés!...

Todo ha concluido.

Una densa sombra se extiende ante mi vista, y, durante algun tiempo, todo se borra de mi me- moria.

XXV
CONSECUENCTAS DE LA EXPLOSION PRODUCIDA POR MR. MICAWBER.

No podria describir en este momento, la postra- cion de mi alma bajo tan duro dolor.

Llegué á pensar que el porvenir estaba cerrado para mi, que mi enérgica actividad se habia extin- guido, que no encontraria otro refugio que la tumba : pero esto no lo pensé en seguida, en el pri- mer periodo de mi aflicecion, sino mas tarde y progresivamente.

Si los aconteciientos que voy á relatar no se hubiesen acumulado sobre mí, para turbar prime- ro, y agravar despues, la impresion de tan horri- ble prueba, es posible (aunque no lo crea proba- ble) que hubiese caido inmediatamente en este estado.

¿Como pasaron los sucesos? Transcurrió un in- tervalo sin que conociese del todo mi situacion (un intervalo en que crei que los dardos mas agudos de mi angustia se habian embotado); y cra enton- ces para mi una especie de consuelo nutrir mi memoria con todo lo que me habia encantado en la inocencia, ternura y belleza de la que habia perdido para toda la vida.

Aun en este instante, no puedo precisar cómo, ni cuándo se propuso entre nosotros que iria á via- jar, para pedir á un cambio de lugares la distrac- cion que creian necesitaba.

La influencia de Inés dominaba en esta crisis de