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DAVID COPPERFIELD.

- Sospecho, hija mja, respondió mi tia, que tiene una enfermedad peor que esa... la vejez, Dora.

- ¿ Pensais que sea viejo? dijo Dora admirada; i qué extraño me parece que Jip sea viejo!

- Es una enfermedad, queridita mia, que todos tenemos que pasar, y yo la noto hace algunos años, creedlo.

- Pero Jip, dijo Dora mirándolo con listima ; į tambien el pequeño Jip?... Oh! ;el pobre dia- blo!

- Puedo afirmaros que puede aun vivir mucho, Florecita, dijo mi tia acariciando una mejilla de Dora, que inclinaba su cabeza fuera del lecho para mirar á Jip puesto de pié en sus patas traseras, y no pudiendo, á pesar de sus esfuerzos asmáticos, saltar como olras veces sobre su ama; este invierno será necesario ponerle una franela en su cama, y nada tendrá de particular que se rejuvenezea en la primavera, como las flores. Pero que Dios lo ben- diga! exclamó mi tia... creo que si viviese cien años, me ladraria hasta lanzar el postrimer sus- piro.

En efecto, Jip, que habia saltado sobre una bu- taca con el auxilio de Dora, ladraba desaforada- mente á mi tia, cuya figura excitaba tanto mas el furor de Jip, cuanto que habia adoptado el uso de las gafas, lo que sin duda tomaba Jip por una in- juria personal.

Dora lo tranquilizó no sin trabajo, y mientras lo acariciaba repetia con aire pensativo :

- ¡Tambien el pequeño Jip!... ¡oh! ¡pobre diablo!

- Sus pulmones son bastante sólidos, dijo mi tia riendo, y sus antipatias son tenaces hasta el último punto... Aun vivirá muchos años; pero si quereis un perro que corra con vos, Florecita, Jip come mucho para tal ejercicio; yo os daré otro.

- Gracias, tia, dijo Dora; pero no lo quiero.

- ¿ No? dijo mi tia quitándose las gafas.

- No podria tener mas perro que Jip, añadió Dora, seria ofenderlo; ademas de la amistad que le profeso, no podria tener un perro que no me hubiese conocido antes de estar casada y no hu- biera ladrado á David el primer dia que vino á casa de mi padre. No, tia; otro perro que no fuera Jip no me seria simpático.

- Es verdad, contestó mi tia, tencis razon.

- No me guardais rencor, tiita?

- ¿Cómo podeis imaginar, querida mia, excla- mó mi tia inclinándose sobre ella afectuosamente, que pudiera guardaros rencor?

- No, no tenia esa idea sériamente, replicó Dora; pero estoy un poco fatigada, y luego me ha contrariado pensar que Jip podria ver otro favo- rito, él que no me ha abandonado en ninguna cir- cunstancia de mi vida... y eso porque está un poco cambiado. Es imposible, no es verdad, Jip?

Jip se acercó mas á su ama y le lamió indolen- temente la mano.

- No estais tan envejecido, señor Jip, ¿no es esto? que debais abandonar á vuestra ama, dijo Dora; todavia estaremos juntos por algun tiempo.

¡Mi querida Dora! Cuando el domingo siguiente bajó de su habitacion para comer, tuvo tanta ale- gria de ver á mi viejo amigo Traddles, que comia con nosotros todos los domingos, que creimos verla correr pronto por el jardin como otras veces.

Pero nos dijeron: Esperad algunos dias, y luego algunos dias mas... ;ay! esperamos, pero no pudo correr, ni aun andar.

Habia recobrado su belleza y su alegría; pero los piececitos, que en otro tiempo saltaban ligera- mente alrededor de Jip, no recobraban su agi- lidad.

Todas las mañanas la tomaba en mis brazos para bajarla al salon, y por la noche para subirla á su habitacion; me rodeaba el cuello con sus bra- zos, riendo, como si la llevase por una apuesta.

Jip nos precedia ó nos seguia haciendo cabriolas, sofocado.

Mi tia, la mas atenta y alegre de las enfermeras, llevaba una montaña de chales y almohadas.

En euanto á Mr. Dick, no hubiese cedido á na- die sus funciones de alumbrador.

Traddles estaba con frecuencia al pié de la esca- lera, recibiendo los mensajes de Dora para la mejor muchacha del mundo; en fin, todas las mañanas y todas las noches se empezaba esta alegre procesion, y mi mujer-niña se divertia mas que ninguno de nosotros con este juego.

Pero algunas veces, cuando notaba que mi ligera carga se volvia aun mas ligera, una vaga sensacion me producia un estremecimiento mortal, como si me acercase á una region glacial y desconocida.

Eludia definir esta sensacion, la arrojaba de mi espiritu sin darle nombre alguno, hasta que una noche, que la senti con mas violencia que de cos- tumbre, y que oi decir á mi tia, al abandonar á Dora, su saludo ordinario « Buenas noches, Flo-