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DAVID COPPERFIELD.

vo que de dia en dia, llenan las columnas en mayor cantidad, durante todas las sesiones.

Me trasporto ahora á la época en que hacia diez y ocho meses, pongo por caso, que estaba casado.

Despues de varias tentativas infructuosas, habia- mos renunciado á dirigir la casa... ¿A qué servi- ria? Nuestra casa se dirigia sola, y tomamos un lacayo, un paje, como decian en la edad media, cuya principal funcion era disputarse con la coci- nera.

Bajo este concepto era otro Whittington, aunque sin gato, y sin la menor probabilidad de llegar á lord-alealde[1].

Nuestro paje vivia bajo una granizada de cober- teras y cacerolas; su existencia era un combate; pedia socorro en las ocasiones mas inoportunas, como cuando teniamos algunos convidados á co- mer ó varios amigos para pasar la velada, y venia á caer desde la cocina en medio del salon, perse- guido por los ulensilios culinarios.

Quisimos despedirlo, pero nos tenia mucho ape- go y no queria abandonarnos.

Era un muchacho lloron, y cada vez que le ane- nazaba con echarle de casa, prorumpia en lamen- taciones tan deplorables, que debiamos quedarnos con él.

No tenia madre ni pariente alguno, á no ser una hermana que partió para América, cuando nos lo hubo confiado; se estableció, pues, en nuestra casa como uno de esos horribles trasgos que las hadas imponen en las casas, para sustituir al heredero de los dueños.

Como quiera que tenia conciencia de su desdi- chado abandono, se frotaba continuamente los ojos con las mangas de su chaqueta, ó se limpiaba las narices con el pico de un pañuelo que no sacaba nunca por completo de su bolsillo.

Este malhadado paje, que estaba á nuestro ser- vicio, á razon de seis libras esterlinas anuales, fué para mi una fuente de disgustos.

Lo veia crecer, - erecia con la misma rapidez que una planta de habichuelas coloradas; -pre- veia tristemente el dia en que empezaria á afeitar- se... y hasta aquel dia en que estaria calvo, y no encontrando ninguna probabilidad de libertarme de él, anticipaba en mi imaginacion los inconve- nientes que producirian su vejez y su calvicie.

En fin, un dia robó el reló de Dora, que como todo lo que nos pertenecia, no estaba nunca donde debia estar; el reló se convirtió en dinero que gas- tó para hacer la travesia de Lóndres à Uxbridge en el imperial de los coches públicos, y el jóven esca- moteador que no brillaba por su inteligencia, fué arrestado en su viaje décimo-quinto, y conducido ante el tribunal de policia, donde le encontraron cuatro chelines, seis peniques y un pifano que habia comprado de lance, i pesar de no saber tocarlo.

Este desenlace no hubiese sido menos desagra- dable sin el arrepentimiento del paje, que se ma- nifestó de un modo particular, por detalles y no en conjunto.

Por ejemplo, al dia siguiente de aquel en que fui á atestiguar contra él, hizo ciertas revelaciones relativas á un cesto de la bodega que crciamos lle- no de botellas de vino, y que confesó no contenia mas que las botellas vacias, aunque tapadas y la- cradas.

Un dia ó dos despues, el arrepentiniento hizo aun que se denunciase como complice de la eriada, que vendia todas las mañanas la mitad dt nuestro pan á una muchachita, y abastecia de carbon al lechero.

Al cabo de la semana, declaró haber robado unas sábanas de nuestro leeho.

Y por último, su conciencia lo impulsó á revelar un complot del que nos traia la cerveza diariamen- te, que debia desvalijar el cottage.

Estuve tan avergonzado por haber sido victima hasta tal punto, que hubiese pagado al denuncia- dor para que se callase, ó sobornado al carcelero para que favoreciese su evasion.

Acabé por esquivar á cada nuevo comisario de policia encargado de otra revelacion, y no tuve reposo hasta despues de la sentencia, que condenó nuestro paje á la deportacion; cs decir, cuando estuvo en la otra parte de los mares, porque en el intervalo me habia escrito carta sobre carta, y ha- bia querido ver á Dora, que fué á visitarlo á la cár- cel, donde se desmayó.

Este incidente me inspiró sérias reflexiones, y presentándome nuestros errores domésticos bajo un nuevo aspecto, no pude por menos de decla- rarme á Dora, á pesar de loda mi ternura por ella.

  1. Cuentan la balada y la tradicion, que este lord-alcalde habia sido pinche de cocina, y que despues de una disputa con la cocinera de la casa, se embarcó, llevándose su gato por todo capital.