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DAVID COPPERFIELD.

y ladró con tal tenacidad á mi amigo, que puede decirse monopolizó toda la conversacion.

Sin embargo, conociendo hasta el punto que Dora era susceptible y lo mucho que la contrariaria la menor reflexion sobre su favorito, me abstuve de manifestar alguna.

Por nada de este mundo hubiese hecho notar los platos descantillados, las vinagreras que se bam- boleaban, las botellas y las salseras desafiando todas las leyes de la simetria.

El asado se encontró tan duro, que fué necesario reemplazar esta pieza de resistencia por un resto de jamon que casualmente estaba en el armario desde la vispera.

Creo que Traddles, si se lo hubiese permitido, habria comido carne cruda, como un verdadero salvaje, con tal de honrar la comida; pero yo no podia autorizar este sacrificio por mas que debiese hacerse en el altar de la amistad, tanto mas cuanto que mi pobre Dora, que queria haberle obsequiado con ostras, que le gustaban mucho, habia olvidado hacerlas abrir, y que nosotros no pudimos hacerlo, eareciendo del cuchillo necesario para esto.

En fin, concluida la comida, mientras que va- ciábamos una botella de vino de Jerez, Dora pre- paró el té y nos lo sirvió con una gracia encanta- dora.

Luego tomó su guitarra y cantó, con su voz de sirena, una dle sus dulces romanzas, que trajo à mi imaginacion la primera noche que la vi y me enamoré perdidamente de ella.

Cuando Traddles se despidió de nosotros, mi mujercita se sentó á mi lado, dándome las gra- cias por haber aparentado no apercibirme de lo mal que habia tratado á mi amigo.

- David, me dijo, es muy amable de vuestra parte no reñirme esta noche, y yo soy la que vengo á suplicaros que me deis lecciones.

- Ante todo, querida mia, seria preciso que las lomara yo mismo, porque sé tanto como vos.

- Si, pero vos, que teneis tanto talento, podeis aprender.

- Absurdo, pichoncita mia!

- Siento mucho, replicó Dora despues de un largo silencio, no haber estado un año en compa- ñia de Inés en Cantorbery.

Y hablando asi, con las manos cruzadas sobre mi hombro y apoyando su barba en mis manos, me miraba tiernamente con sus seductores ojos azules.

- ¿Por qué? le pregunté.

- ¿Porque creo que me hubiese formado, pu- diendo aprender lo que no sé.

- Se necesita tiempo para todo, amor mió; re- cordad que Inés ha sido educada por su padre, que para hacer de ella una mujer de su casa, ha tenido (que ocuparse asiduamente de su educacion muchos años; niña aun, cra la misma Inés que conocemos hoy.

- ¿Quereis, añadió Dora sin cambiar de actitud, darme un nombre que me placeria mucho?

- ¿Qué nombre? pregunté riendo.

- Es un nombre muy sencillo, dijo meneando ligeramente su cabecita : mnjer-niña.

- ¡Qué idea, mi querida mujer-niña!

- No pretendo, señor burlon, que me llameis así en vez de llamarme Dora, pero si que penseis en mi bajo este nombre. Cuando me vayais á reñir, decios : «¡ No es mas que una mujer-niña!» Cuan- do os cause algun disgusto, pensad : Estaba seguro de que no seria mas que una mujer-niña!» Cuando me eneontreis contraria á como quisierais verme, como temo que no me vereis nunca, ima- ginad : « A pesar de todo, mi mujer-niña me ama... » porque yo os amo, David.

Acepté de tan buen corazon esta idea, que Dora lloró de alegria y se sonrió antes de enjugar sus lágrimas.

Inmediatamente entró de lleno en su papel de mujer-niña; se sentó en el suelo cerca de la pago- da de Jip, y se puso á tocar las campanillas, para castigar á Jip por su mal comportamiento en la mesa.

Jip asomó su cabeza por la abertura, con los ojos entreabiertos, pero sin asustarse mucho del ruido, que interrumpió apenas su indolente sueño.

Algunos dias despues Dora habia reflexionado sériamente, decidiéndose á intentar un últimno es- fuerzo, y me dijo que iba á ser una buena ama de casa :

- Ya vereis como seré juiciosa, David, exclamó.

Compró un enorme registro, y cosió todas las hojas que Jip habia arrancado del Manual de cocina; pero, jay! los números rehusaron sumarse como anteriormente, y despues de dos ó tres laboriosos ilems que Jip borraba siempre con su cola, Dora renunció á su tarea, enseñándome uno de sus de- dos lleno de tinta.

Cuando empecé à ser conocido como autor, pa- saba las noches en casa escribiendo.