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DAVID COPPERFIELD.

en ella, hacedlo. Si no podeis... hijo mio, es nece- sario que os acostumbreis á pasaros sin tenerlas. Pero, querido sobrino, acordaos de que vuestro porvenir depende de vosotros dos, que nadie puede ayudaros, que vosotros mismos debeis eimentarlo. Tal es el matrimonio, Trot, y que el cielo os ben- diga á entrambos, queridos niños en los bosques.

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La acompañé hasta su casa.

Al pronunciar cstas últimas palabras, mi tia se sonrió de su propia alusion á la balada de los niños abandonados, y me abrazó para ratificar su ben- dieion.

- Ahora, prosiguió, encended la linterna y acompañadme hasta mi domicilio por la senda del jardin.

Habia por este lado una puerta de comunicacion entre los dos collages.

- Una caricia de mi parte á Florecita, cuando volvais, y suceda lo que suceda, Trot, no imagineis nunca hacer un espantajo de vuestra anciana tia, porque si la he mirado bien en el espejo, ya es bastante brusca y regañona por naturaleza.

Despues mi tia se puso un pañuelo en la cabeza y la acompañé hasta su casa.

Estoy persuadido que al volverse para alumbrar- me con la linterna hasla que llegase á la puerta de mi casa, me dirigió una mirada de inquietud; pero no hice atencion, preocupado como estaba con lo que me habia dicho, y convencido por la primera vez de que, cn efecto, i Dora y á mí nos tocaba fundar muestro porvenir, sin el socorro de nadie.

Dora me salió al encuentro con babuchas. Lloró sobre mi hombro, me dijo que tenia un corazon de bronce, pero se acusó ella misma de mala mucha- cha; luego hicimos las paces, jurándonos que nues- tra primera querella seria la última, aun cuando debiéramos vivir cien años.