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DAVID COPPERFIELD.

carbon, y si faltaban algunas cucharillas del té no podíamos suponer otra cosa sino que el barrendero de la calle cra el ladron.

Mariana turbó cruelmente nuestro reposo; co- nociamos nuestra inexperiencia y no podiamos socorrernos; nos hubiésemos confiado á su discre- cion, pero era una mujer sin discrecion, sin re- mordimientos, que fué la eausa de nuestra primera querella.

- Querida amiga, dije un dia á Dora, creeis que Mariana tenga algun conocimiento del tiempo y de las horas?

- ¿Por qué, David? preguntó Dora inocente- mente interrumpiendo un dibujo de llores.

- Amor mio, porque son las cinco y debíamos haber comido à las cuatro.

Dora examinó atentamente el reló y me dijo que debia estar adelantado.

- Al contrario, mujercita, repliqué mirando mi reló; el reló retrasa algunos minutos.

Dora vino á sentarse sobre mis rodillas para tranquilizarme jugando, y trazó una linea sobre mi nariz con su lipiz; pero esta graciosa broma no pudo hacerme olvidar que no habia comido, y á pesar de reirme le dije :

- ¿No creeis, Dora, que seria muy conveniente el que hicieseis algunas observaciones á Mariana?

- No, no, por Dios, David; no podria hacerlo, respondió Dora.

- ¿Y por qué? repliqué con ternura.

- ¡Oh! porque soy verdaderamente una torpe, y Mariana lo sabe.

Esta modesta confesion era incompatihle con la necesidad de dominar un poco á Mariana, y frunci el entrecejo.

- ¡Ay! qué arruga mas horrible descubro en la frente de mi esposo! exclamó Dora.

Y como continuaba sentada sobre mis rodillas, humedeció el lápiz para que señalase mejor, y se puso á corregir mi rostro diciendo que era una artista incomparable para modilicar una fisonomia; me divirtió, á pesar mio.

- ¡Gracias á Dios! exclamó Dora, asi estais muy guapo; quisiera que pudieseis veros... nada os hace mas simpático que esa sonrisa.

- Pero, amiga mia... respondi yo á este cum- plido.

- ¡Nada de peros! dijo Dora despues de abra- zarme; no seais un terrible Barba Azul; basta de seriedad.

- Dora, añadí, es necesario, sin embargo, estar sérios alguna vez. Sentaos aquí, cerca de mi, y dadme el lápiz; así, eso es; hablemos ahora como personas sensatas. Sabeis, querida mujercita... (le tomé la mano, ¡y qué mano tan pequeñita! iqué bien le sentaba la sortija de novia!) salbeis que no es nada lisonjero el salir de casa sin comer? Vamos, sed franca, es agradable?

- N...o, no, respondió Dora temlblando.

- Amor mio, ; cómo temblais!

- Porque sé que vais á reñirme, exclamó Dora con acento lastimoso.

- No tal, voy á haceros comprender la razon.

- ¡Oh! pero razonar es mucho peor que reñir, añadió Dora con desesperacion. No me he casado para esto. Si teniais la intencion de razonar con una pobre niña como yo, me lo debiais haber di- cho, eruel!

Traté de calmar á Dora, pero me volvió la es- palda sin dejar de llamarme cruel, y no sabiendo qué hacer, me levanté y di algunos pasos por la habitacion antes de hablarle otra vez.

- ¡Dora, mi adorada Dora!

- No, yo no soy vuestra adorada; debeis estar cansado de ser mi marido, porque de lo contrario no tratariais de razonar conmigo.

La injusticia de esta acusacion me dió valor para ser grave.

- Verdaderamenle, Dora, sois una niña y ha- blais sin el menor sentido. Debeis recordar, estoy seguro, que ayer tuve que salir á mitad de la co- mida, y que anteayer estuve indispuesto por haber comido precipitadamente la carne á medio cocer. Hoy me toca no comer... Esta mañana hemos es- perado largo tiempo el almuerzo, y luego, cuando nos hemos sentado á la mesa, el agua para cl té no estaba ni siquiera templada. No trato de repro- charos, querida, pero es preciso convenir en que todo esto es poco agradable.

- ¡Oh! ¡cruel! ¡cruel! ¡decir que soy una mu- jer desagradable! exclamó Dora.

- Esposa mia, no he dicho nunca semejante cosa.

- Habeis dicho que no era agradable.

- Lo que he dicho y repito es que la casa, tal como está dirigida, es poco agradable.

- Es exactamente lo mismo, replicó Dora, y seguramente lo creia, porque lloraba sin con- suelo.

Di otro paseo por la habitacion, mas amante que