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DAVID COPPERFIELD.

tido, mientras que mi tia y miss Clarisa se quedan con nosotros en el jardin.

Ya está pronta Dora; miss Lavinia se agita á su alrededor, pues va á quedarse sin su linda muñeca.

Dora ha olvidado una infinidad de cosas, y todos corren á buscarlas.

Finalmente, Dora pronuncia la palabra adios... La rodean, la abrazan, la besan, y medio llorando y sonriendo, se libra de este tumulto afectuoso, refugiándose en mis eelosos brazos.

Queria llevar á Jip, pero Dora se opone querien- do llevarlo clla misma, no sea que Jip imagine con desesperacion, que no lo quiere porque se ha casado.

Hemos partido ; Dora volviéndose hácia el gru- po les dice :

- Si he sido olvidadiza ó ingrata para alguien, que me perdone.

Y con lágrimas en los ojos se arroja en los bra- zos de Inés, prodigándola de preferencia sus últi- mos besos de despedida.

Los caballos arrancan... y entonces me despier- to, es decir, creo al fin que no es un sueño; á mi lado esti mi mujercita que quiero tanto.

- ¿Sois feliz? me pregunta; ¿os arrepentis de vuestra locura?

Acabo de ponerme á un lado para ver desfilar las fantásticas imágenes de aquellos tiempos.

Se han desvanecido y voy á reanudar el hilo de mi historia.

XIX
NUESTRO HOGAR DOMÉSTICO.

Extraña situacion era la mia cuando pasado el mes de la luna de miel, me encontré en mi casita con Dora, sin tener nada que hacer, si es que puedo expresarme asi,-relativamente á la deli- ciosa ocupacion de hacer el amor.

¡Encontraba tan extraordinario tener siempre å Dora á mi lado!

¡Me parecia tan inexplicable no lener que salir para verla, no atormentarme mas por esto, no es- cribirla, no combinar ó inventar las ocasiones para encontrarnos solos!

Si por la noche interrumpia mi trabajo y levan- tando mi vista la veia sentada enfrente de mi, vol- via á arrellanarme en mi sillon, considerando lo singular que era el que nos encontrásemos alli los dos solos, pudiendo dejar en la biblioteca la novela de nuestros amores sin tener que interesará nadie en nuestro favor, y no debiendo haeer olra cosa que amarnos múluamente toda la vida.

Cuando los debales se prolongaban en el Parla- mento entraba tarde en casa, y no me parecia na- tural que Dora me estuviese esperando.

Me admiraba cuando la veia bajar de su habita- cion, sin meter ruido, para asistir á mi cena, y, en fin, ¿ cómo no creer en los prodigios, cuando en mi casa, en mi misma habitacion, se rizaba los cabellos con los papelillos antes de acostarse?

Dudo que haya habido nunca dos recien casados mas novicios que Dora y yo para dirigir una casa.

Teniamos una criada, es cierto, que lo hacia por nosotros; pero pensaria con gusto que era una hija de mistress Crupp, disfrazada, segun las malas partidas que nos hacia la buena Mariana.

Su nombre era Mariana Modelo.

Cuando la tomamos à nuestro servicio nos fué recomendada como si sus excelentes cualidades se hallasen manifestadas, aunque débilmente, por su nombre.

¡Qué modelo, en efecto! tenia un certificado lan pomposo como una proclama oficial, y segun este documento, sabia hacer todo lo csencial para la vida doméstica y otras varias cosas ademas.

Tenia veintieineo años y un rostro agraciado; cra formal y estaba sujela á una especie de crupcion escarlatinosa casi perpétua, con especialidad en los brazos.

Tenia un prinmo soldado en los guardias, con unas piernas lan desmesuradamente largas, que parecia estirarse como la sombra que el cuerpo proyecta por la noche.

Su uniforme era tan corto para él, como él cra grande para nuestro domicilio; pues el coltage pa- recia mas pequeño por la desproporcion de su esta- tura, tanto mas, que no siendo muy espesos los labiques del interior, si venia á pasar la velada con Mariana, nos advertia de su presencia su voz de gigante.

La cocinera estaba garantizada por su honradez y sobriedad; de modo que si alguna vez la cncon- trábamos tendida junto al puchero, cra preciso creer fuese un vértigo producido por el tufo del