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DAVID COPPERFIELD.

¡miss Lavinia habia cambiado completamente!) y trataba á su sobrina como si fuese una muñeca.

Quise persuadir á Dora para que viniese á salu- dar á Traddles; pero al escuchar la proposicion, corrió á encerrarse en su habitacion, y yo me re- uni con Traddles, despidiéndonos de las dos tias.

- No podiamos haber obtenido un resultado mas satisfactorio, dijo Traddles, y en verdad que son dos agradables señoritas. No me extrañaria, Copperfield, que os casaseis muchos años antes que yo.

- ¿Posee algun instrumento vuestra Sofia ? pregunté yo con el corazon embriagado de orgullo.

- Posee el piano lo suficiente para dar leccion á sus hermanitas menores.

- ¿Canta?

- Baladas, para distraer á su familia cuando está triste... pero nada de música profunda.

- ¿Se acompaña con la guitarra?

- ¡Oh! ¡no, querido mio, no !

- ¿Conoce la pintura?

- No ha tocado nunca un pincel.

- Pues bien, oireis cantar á Dora, vereis cómo dibuja y pinta flores.

- Tendré un verdadero placer en oirla y verla, respondió Traddles, y enlazando nuestros brazos nos volvimos, ambos de muy buen humor.

Yo lo animaba para que me hablase de Sofia, para lo que no se hacia rogar, y me admiraba su confianza en ella; escuchándole, comparaba á So- fia y Dora, no sin experimentar una orgullosa sa- tisfaccion, pero conocia, francamente, que Sofia debia ser una excelente esposa para mi amigo.

Informé inmediatamente á mi tia del resultado de la entrevista, y dichosa de verme tan contento, aprobó todo cuanto habia pasado entre las señori- tas Spenlow y yo; prometió ir á verlas sin pérdida de tiempo, y dejándome escribir á Inés, hizo por la habitacion el largo paseo que indicaba sus graves preocupaciones.

Di gracias á Inés, con gratitud, por el feliz éxito del consejo que me habia dado, y ella me contestó, å vuelta de correo, manifestándome sus esperan- zas, hasta su alegria, y desde entonces se mostrỏ siempre la misma.

No me faltaban ocupaciones durante el dia, pues deseaba ir á Putney lo mas que me fuera posible, sin descuidar, por esto, los dictados del doetor Strong en Highgate, el estudio de los Doctor's Com- mons y mis ejercicios taquigráficos.

Los tés propuestos por miss Lavinia me parecie- ron impracticables, y formé un nuevo compromiso con ella para obtener, en cambio, la autorizacion de visitarlas el sibado durante la tarde, sin perjui- cio de mis domingos privilegiados.

La mitad del sábado, seguida de todo un domin- go, cra para mi una época deliciosa, y la idea de esta felicidad me hacia esperar toda la semana tran- quilamente.

Me quité un gran peso de ecima cuando supe que mi tia y las tias de Dora se pusieron de acuerdo con mas facilidad de lo que yo esperaba; mi tia visitó á las señoritas Spenlow pocos dias despues de la conferencia, y al cabo de algun tiempo estas le devolvieron ceremoniosamente la visita.

Este cambio de visitas continuó bajo un aspecto mas familiar, con intervalos de tres y cuatro se- manas.

He sabido que mi tia contrarió mucho á las tias de Dora, despreciando la dignidad de un coche de alquiler y yendo á pié hasta Putney, donde las sorprendia á horas extraordinarias, como por ejem- plo despues de almorzar ó de tomar el té.

Tambien se acostumbraron, aunque con trabajo, á que se pusiese el sombrero de la manera que ella juzgaba mas cómoda, desafiando todas las preocu- paciones de la civilizacion sobre el uso de los som- breros.

Pero las tias de Dora concluyeron por considerar å mi tia como una mujer escéntrica, que se ase- mejaba al sexo maseulino, por sus modales, como por su entendimiento, y mi tia, por su parte, hacia concestones y sacrificios á las opiniones de las señoritas Spenlow, i fin de mantener la armo- nia general.

El único miembro de nuestra pequeña sociedad que rehusó abiertamente adaptarse á las circuns- tancias, fué Jip, que no veia nunca á mi tia sin enseñarle sus dientes, yendo luego á refugiarse debajo de una silla, pero sin cesar de gruñir, y aun, á veces, lanzando un agorero ladrido, cuando su presencia le excitaba demasiado los nervios.

En vano probamos todos los medios para do- marlo ó seducirlo; hasta lo llevé á pasar un dia en mi easa de Buckingham, donde acometió á los dos gatos, aterrando á los asistentes; nada bastó, ni caricias, ni golpes, ni golosinas, ni privaciones de bizcochos; Jip no pudo acostumbrarse á la socie- dad de mi tia.

Algunas veces parecia triunfar de su antipatia,