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DAVID COPPERFIELD.

qué sentimiento le embargaba, Inés, puedo deci- roslo, es la mujer mas divina de este mundo. ¿Por qué no me atreveré á decirlo delante de sus ami- gos? Ser su padre es una gran distincion; pero ser su esposo...

Que no permita el cielo que vuelva à oir un grito semejante al que arrojó el padre de Inés le- vantándose de la mesa.

- ¿Qué hay? preguntó Uriah palideciendo, ó, mejor dicho, poniéndose livido. Habeis perdido la razon, Mr. Wickfield? Despues de lodo, si preten- diese que Inés fuese la esposa de vuestro socio, tendria una ambicion que seria tan justa como la de cualquiera otro... Añadiré que tendria aun mas derecho que olro cualquiera.

Cogi á Mr. Wickfield en mis brazos, suplicándole en nombre de lo que le fuese mas querido, del amor de su hija, que se calmase un poco; se halla- ba literalmente en un acceso de demencia; se gol- peaba la cabeza, se tiraba de los pelos, trataba de desasirse de mis brazos, sin responder una palabra, sin querer ver á nadie y sin saber él mismo å qué conducirian sus esfuerzos convulsivos...

¡Horrible espectáculo!

No puedo certificar si consegui hacerme oir de él, ó si, en efecto, su furor se calmó por su misma violencia.

Poco á poco me miró, al principio con aire asus- tado, luego como si me reconociese, y exclamó :

- ¡Ah! isois vos, Trolwood? si, sois vos que estais ahi... pero tambien él está aquí... miradle...

Me señaló á Uriah, que se mordia los labios en un rincon, evidentemente avergonzado de haber contado demasiado sobre su triunfo.

Momentos antes habia yo rechazado de un modo rudo á Uriah, que quiso acercarse à nosotros, y aun me atrevo á creer que mi gesto se pareció mu- cho á un bofeton.

- Mirad mi verdugo... prosiguió Mr. Wickfield, él me ha obligado á que abandone paso á paso mi reputacion, la felicidad doméstica...

- Soy yo, por el contrario, dijo Uriah con aire sombrio que desmentia lo que habia de conciliador en sus palabras; soy yo quien os he conservado vuestra reputacion, vuestra felicidad doméstica y hasta vuestra casa... Sed mas razonable, M. Wick- field, si he ido mas alla de lo debido, puedo retro- ceder, supongo; creo que no hay ningun mal.

Como Mr. Wicklield iba á replicar, Uriah aña- dió :

Impedidle que hable, Copperfield, si podeis... dirá algo de que se arrepentiri mas tarde... creed- me... á vos mismo os pesaria haberlo escuchado.

- ¡Lo diré todo! exelamó Mr. Wickfield com desesperacion. Si estoy en vuestro poder, por quć no he de estar en poder de todo el mundo?...

- Cuidado, repitió Uriah extendiendo hácia mi su escuálida mano, si no le imponeis silencio, no sois su amigo. Y vos, Mr. Wickfield, por qué no estariais à merced de todo el mundo? Por qué ? porque teneis una hija. Vos y yo sabemos lo que sabemos. No removais las cenizas apagadas, pues bien veis que por mi parte soy sumamente humil- de. Si he ido demasiado lejos, repito que lo siento, ¡qué mas quereis?

- ¡Ah! Trotwood, Trotwood! exclamó Mr. Wiekfield relorciéndose las manos, qué ha sido de mi desde aquel dia en que os vi aqui por prime- ra vez? ¡Por qué pendiente tan falal me he resha- lado! ¡cómo todo se ha pervertido en mi, todo, hasta mi dolor tan natural, todo, hasta el amor por mi hija! Mi cobarde corazon me ha engañado... No he sabido llevar mi luto como un hombre, que- rer á mi hija como un hombre... Aborrecedme, Copperfield, aborrecedme y huid.

Dejóse caer en un sillon y lloró.

Calmóse la exasperacion de su dolor...

Uriah se acercó á nosotros.

- No sé todo lo que he hecho en mi loca impo- tencia, prosiguió Mr. Wickfield, alargando las ma- nos como para implorarme despues de haberme dicho que le odiase y abandonase... Él lo sabe me- jor que yo, él, que ha permanecido siempre á mi lado, hablindome al oido... Veis la piedra que me he atado al cuello. IHallais á este hombre en mi casa, en mis negocios, y aun queria... lo habeis oido hace un momento. ¿Qué mas puedo añadir?

- No teneis necesidad de hablar tanto, ni ha- blar de todo... dijo Uriah con un acento concilia- dor que ocultaba mal sus amenazas... No hubierais tomado las cosas tan á lo vivo, sin el vino que se os ha subido á la cabeza. Reflexionareis de aqui á mañana; en cuanto á mi, he ido lal vez mas alla de lo regular, pero me he retractado.

Abrióse la puerta...

Inés, palida como la muerte, escurriéndose al lado de su padre, le echó los brazos al cuello y le dijo con entereza :

- No estais bien, venid conmigo.

Reclinó su cabeza en el hombro de su hija, como