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DAVID COPPERFIELD.

canto consistia en que debia haber sido un buque de veras que surcó los mares mas de veinte veces, y que su destino no fué el de convertirse en una casa en tierra firme. Sí, en eso consistia precisamente su encanto; construido para servir de casa me hubiese parecido estrecho, incómodo y triste; pero tal como se presentaba á mi imaginacion de niño, era una habitacion perfecta.

Por otra parte, en el interior reinaba una limpieza extrema, un esmero, una coquetería. Habia una mesa, un reló de Holada, un armario con cajones, y sobre él un azafate para servir el té, en el que se veia pintada una señora con un paraguas paseando un niño vestido de militar y con un aro bajo el brazo. Para sostener el azafate habia una Biblia, pues de caer la bandeja, tras ella hubieran rodado la tetera y todas las tazas y platillos que estaban alrededor de la Biblia. En la pared ví algunas estampas iluminadas con sus correspondientes marcos, asuntos bíblicos que no hallo una sola vez en el escaparate de una estampería ó en los cajones de un buhonero sin que se me presente el interior del domicilio del hermano de mi querida Peggoty. Los principales cuadros representaban Abraham vestido de encarnado sacrificando á Isaac con traje azul, á Daniel con una túnica rosa en medio de un foso de leones verdes. En la campana de la chimenea ví un objeto que me pareció uno de los mas preciosos tesoros de este mundo : tan curioso trabajo, mitad pintura y mitad escultura, representaba el lugre Sarah-Juana, y habia sido trabajado en Sunderland. En el techo habia garfios de hierro cuyo uso no adivinaba ; por último, algunos cofres y unas cuantas cajas boca abajo servian de sillas.

No bien entré, ví todo esto con una mirada, y me introdujeron en mi dormitorio, — el dormitorio mas bonito y completo de todos los dormitorios, un cuartito con las paredes de yeso blanco, — en la parte de atrás de la barca, con una ventanilla por la que en otro tiempo pasaba el timon : un espejito clavado en las tablas y adornado con conchas, una camita que no ofrecia mas sitio que el justo para acostarse y un ramo de algas en un jarro azul sobre la mesa. Lo que excitó particularmente mi olfato en aquella deliciosa habitacion fué el olor del pescado, olor tan penetrante, que al sacar del bolsillo el pañuelo para limpiarme las narices, hubiérase dicho que habia servido para envolver una langosta. Comuniqué esta observacion á Peggoty, que me dijo que su hermano vendia langostas, cangrejos y langostinos. Mas tarde descubrí un monton de estos crustáceos en un estado de prodigiosa aglomeracion y depósito permanente, en el fondo de una especie de cuartucho donde encerraban tambien los cacharros y cacerolas de la casa.

Una mujer muy atenta nos recibió perfectamente; llevaba un delantal blanco y nos habia hecho mil cortesías desde lejos cuando Cham me tenia en brazos : con la vieja habia una jovencita con un collar de conchas azules alrededor del cuello, que no queria dejarse besar y que corria con gran priesa á esconderse. Habiamos comido suculentamente lenguado cocido con patatas cuando entró un hombre que parecia estar de buen humor. Era el hermano de Peggoty, que me preguntó cómo estaba y qué tal iba mi hermosa mamá, añadiendo que se tendria por muy feliz y honrado si queria yo pasar quince dias á su lado.

Despues de haber hecho de aquel modo los honores hospitalarios, el hermano de mi criada se fué á lavar con agua caliente, observando que el agua fria no podria limpiarle nunca lo bastante. No tardó en volver, y por cierto que ganó con aquel lavatorio, pero estaba tan rubicundo que no pude menos de pensar que su rostro se asemejaba á los cangrejos y langostas en que, como estos crustáceos, entraba en el agua casi negro y salia colorado.

Despues del té, así que quedaron cerradas puertas y ventanas por temor á la niebla y la noche, me creí en el retiro mas delicioso que puede concebir imaginacion humana.

Era encantador el oir quejarse el viento en la mar, el pensar que la niebla se extendia lentamente sobre la playa, contemplar el fuego y pensar que no habia otra vivienda al lado de la nuestra, que era un barco. Emilia, la chiquilla arisca, habia perdido su timidez; sentóse á mi lado, en una de las cajas que servian de sillas y que era lo suficientemente justa para que pudiésemos caber los dos. Peggoty cogió la aguja como si aun estuviera en nuestra casa, la otra mujer del delantal blanco hacia calceta, Cham barajaba las cartas y trataba de recordar un juego de manos y Mr. Peggoty fumaba la pipa. Todo brindaba á la conversacion y á la confianza.

— Mr. Peggoty, le pregunté, ¿habeis puesto á vuestro hijo el nombre de Cham porque vivís en una especie de arca?