con una gracia tan afectuosa para mi, que me con- venci mas y mas de que yo era un monstruo.
Sin embargo, tambien interrumpi el canto de mi jóven hada, respondiendo á no sé qué propo- sicion que hizo miss Julia sobre el dia siguiente.
- Mañana, dije, me levantaré á las cinco, por- que ahora...
- ¡Seguis haciéndome rabiar! exclamó Dora; no os levanteis á las cinco; es un absurdo.
- Pero, querida mia, tengo un trabajo...
- ¡Y qué! no lo hagais... ¿ Por qué lo hariais?
- ¡Ay! para vivir. ¿Cómo viviriamos sin eso? ¿ Cómo? os lo pregunto.
- ¿Cómo? repilió ella con la sonrisa de su ino- cente frivolidad. Ah! ;eso importa poco!
Me miró con un aire de triunfo y de cándido or- gullo. ¿ No habia respondido victoriosamente? ¿Qué hubiera podido replicar? Ademas me tapó la boca con una inocente caricia...
Por un tesoro no hubiesc querido ser mas razo- nable que Dora todo el tiempo que aun permanecí alli.
Despedime de ella y de su amiga.
En una palabra, amaba, adoraba á Dora; aquel amor me absorbia completamente...
Sin embargo, siempre sentia el mismo ardor para el trabajo; no solo me levantaba todos los dias i las cinco, sino que por las noches velaba hasta muy tarde.
Ya he dicho eon qué empeño habia tomado la idea de taquigrafiar los debates del Parlamento para un diario. « Machacar el hierro cuando está calien- te, » Imbuido en ese proverbio, me puse á la obra, y permítaseme que admire mi perseverancia.
Empecé por comprar un tratado del noble arte de la taquigrafia, que me costó diez chelines y seis peniques : armado con esta obra, me sumi en un océano de dificultades, que al cabo de algunas se- manas estuvieron á punto de volverme loco.
Aquellos signos de una ciencia verdadcramente geroglifica me perseguian, no solo durante mis vi- gilias, sino tambien durante mi sueño.
Sin embargo, poseia al fin mi alfabeto; pero, jay! entonces empezaron nuevos horrores carac- teres arbitrarios, los caracteres mas despóticos del mundo, que exigian, por ejemplo, que una cosa bastante parecida al primer hilo de una tela de araña significase espera, y que un rabo hecho de un plumazo significase desfavorable.
Desgraciadamente á medida que penetraba uno de aquellos misterios, me olvidaba de otro, y hu- biera desconfiado de conocer nunca el conjunto del sistema, sin el ánimo que me inspiraba el pensa- miento de Dora.
Aquel valor me engañó hasta en mis progresos, hasta tal punto, que despues de tres ó cuatro me- ses de estudio fui un dia al Parlamento, confiado en que podria ejecutar mi primer ensayo.
Un gran orador sube á la tribuna y me creo dis- puesto... pero jay! el gran orador habia ya vuelto á su puesto y mi lapiz corria aun sobre el papel en busca del exordio.
Claro era que habia querido precipitar dema- siado las cosas, y que necesitaba aun un poco de trabajo y de paciencia.
Fuime á consultarlo con Traddles, que me pro- puso dictarme algunas arengas paulatinamente, cuidando de tomar los alientos y reposarse, en atencion á mi inexperiencia; agradeciselo y acep- té; y durante bastante tiempo, todas las noches, tuvimos una especie de Parlamento de broma en la calle de Buckingham.
Francamente, quisiera ver en todas partes un Parlamento parecido.
Mi tia y Mr. Dick representaban el gobierno ó la oposicion (segun la eircunstancia), y Traddles, armado del Resúmen d'Enfield o de un tomo de discursos completos, les llenaba de injurias. De pié y apoyado en la mesa, con la mano izquierda encima de la página y con el brazo derecho em- pleándolo como un aspa de molino, mi amigo, convertido umas veces en Mr. Pitt, Mr. Fox, Mr. Sheridan, Mr. Burke, lord Castlereagh, vizconde Sidmouth, ó Mr. Canning, se encolerizaba pero con colera púdica, y denunciaba con atronadoras diatribas la corrupcion de mi tia y de Mr. Dick, mientras que yo, sentado cerca de él, con mi cua- derno en las rodillas, seguia con muchisimo trabajo aquel torrente de elocuencia.
La inconsecuencia y ligereza de las opiniones de