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DAVID COPPERFIELD.

tretenia en ensortijar las largas orejas de Jip, echa- do encima de sus rodillas.

- Mi querida amiga, le dije, ¿puedo deciros una cosa?

-Oh! ;os suplico que no trateis de volver á asustarme!

- Mi querida Dora, nada de esto debe alarma- ros. Por el contrario, quiero daros ảnimo.

- Si, ¡pero es tan desagradable el oirlo! ;me haceis entrever una perspectiva tan triste!

- La perseverancia y la fuerza de carácter nos hacen soportar mayores males.

- Pero yo no tengo la menor fuerza, dijo Dora inclinando la cabeza. No es esto, Jip?... Ah! dad un beso á Jip y sed amable, David.

Era imposible no besar á Jip en el hocico, como Dora me lo ordenaba por sus palabras al mismo tiempo que por una muequecita expresiva de sus lindos labios de coral. Beséle, pues, y sus labios me recompensaron mi obediencia; luego, cuando quise reanudar el hilo de mi grave discurso, juntó sus manos como un ángel que suplica... En aquella actitud se hubiese enamorado de ella un juez del tribunal de prerogativas. No obstante, me atrevi á decirla :

- Mi querida Dora, seamos razonables por un momento. Prometedme ejercitaros en llevar las cuentas de una casa. Os regalaré un libro de coci- na. Si supierais aderezar uno ó dos platos seria una cosa sumamente útil para nuestra casa. En ade- lante la vida, mi querida Dora, será una lucha para nosotros, y es preciso aprender á vencer...

Me animaba, declamaba, gesticulaba como un orador... hasta tal punto, que aquella vez Dora tuvo un ataque de nervios y se desmayó.

- Oh dolor! ;oh desesperacion! qué es lo que he hecho? ;desgraciado!

Crei haberla asesinado : arrodilléme á sus piés, y me arranqué los cabellos, acusándome de ser un hombre brutal, sin corazon.

- ¡Abrid los ojos, Dora, por piedad, y perdo- nadme !

Eché á rodar el costurero de miss Julia al qque- rer buscar en él un frasco de esencia, y en mi deli- rio abri un estuche de marfil: vacié todas las agujas sobre Dora, amenacé con mis puños al pobre Jip, y casi iba á volverme loco cuando miss Julia entró en la sala donde nos hallábamos.

- Cielos! exclamó Julia acudiendo á socorrer á su amiga, ¿qué le ha pasado?

- Miss Julia, respondi, yo soy el miserable que la ha matado.

Y despues de esta confesion de un dolor que se acusa i si propio, me cubri el rostro como indig- nado de la claridad del dia.

Miss Julia creyó en un principio que era una riña de enamorados; pero mi querida Dora se arrojó en sus brazos, luego en los mios, y lloró mi ruina y mis desgracias, suplicándome que aceptase todo su dinero : entonces fué cuando comprendió que se trataba de alguna cosa mas grave.

Nuestra providencia era miss Julia asi que la puse al corriente en breves palabras, consoló á Dora, hizo que no viese en mi un pohre ni cual- quier otro personaje hijo de su novelesca é infan- til imaginacion.

Participó mis idleas de sentimental aislamiento, aprobó muchisimo lo de la casita de campo, y dijo conmigo que el amor fiel podria convertirla en el mas suntuoso de los palacios.

Atrevime entonces á someter à la aprobacion miss Julia Mills mis otras ideas sobre la vida do- méstica, lo del libro de cocina, etc., etc.

Despues de reflexionar séciamente un momento, miss Julia se expresó en estos términos :

- Mr. Copperfield, voy á ser franca con vos, tan franca como lo seria una antigua priora de un con- vento; pues hay naturalezas en las que el dolor moral y las pruebas de la vida reemplazan las lec- ciones de la edad. No, lo que habeis ideado no po- dria convenir å nuestra Dora, que es una criatura privilegiada por la naturaleza; es completamente aérea, luz y felicidad. Debo confesaros que si la cosa fuese posible seria perfecto, pero...

Y meneó la cabeza en vez de acabar la frase.

Miré á Dora... que me pareció, en efecto, una lindisima y celestial criatura, y hasta yo mismo dudé de la posibilidad de que descendiese á aquellos cuidados vulgares de la existencia.

Con gusto me hubiese comparado á un mons- truo que se habia introducido en el paraiso de una hada.

Era verdaderamente un monstruo en el mero hecho de haber asustado y arrancado lágrimas á aquella que, una vez tranquilizada, mandaba á Jip que se tuviese sobre las patas traseras, y á su ne- gativa le amenazaba con la tetera.

Acababan de servir el té en una bandeja.

Despues del lé, Dora, acompañándose con la guitarra, cantó alguna de sus romanzas favoritas,