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DAVID COPPERFIELD.

Inútil era hacerla que se explicase antes que ella lo creyese oportuno.

Así, pues, me senté á su lado sin preguntarla nada, hablando á los canarios, jugando con el gato y mostrando una calma que no tenia, sobre todo cuando me pareció que Mr. Dick, apoyado en su cometa detrás de ella, me hacia señales miste- riosas.

- Trot, me dijo mi tia despues de su última laza de té... Quedaos, Barkis... Trot, habeis aprendido á tener resolucion y á contar sobre vos mismo?

- Espero que si, tia mia.

- ¿Lo creeis?

- Lo creo asi.

- En ese caso, sobrino mio, sabeis por qué prefiero permanecer sentada sobre mi propiedad?

Meneé la cabeza dando á entender que no adivi- naba.

- Porque estoy sobre todo lo que posco. ¡ Es- toy arruinada, mi querido Trot!

No hubiera recibido un choque mas terrible si la casa, con todos los que contenia, se hubiese hun- dido en el rio.

- Dick lo sabe, añadió mi tia poniendo con cal- ma una mano sobre su hombro. ¡Estoy arruinada, mi querido Trot ! Todo cuanto poseo en el mundo está en este cuarto, excepto mi casita, donde he dejado á Juanilla para que la alquile. Barkis, esta noche necesito una cama para este caballero, á fin de gastar menos ; para mi quizás podreis arreglar- me una por aqui, no importa cómo. Solo es por esta noche; mañana hablaremos de todo.

En medio de mi asombro, experimenté un vivo dolor por ella, sí, solo por ella...

Vino á sacarme de mi ensimismamiento mi tia, que me estrechó en sus brazos y me dijo con los ojos arrasados en lágrimas :

- ¡Si me aflige esto es por vos!

Un momento despues habia reprimido aquella emocion, y me dijo con una expresion de victoria mas bien que de abatimiento:

- Debemos soportar los reveses con valor y no dejarnos dominar por ellos, mi querido Trot. De- bemos llenar nuestra mision hasta lo último, y de- safiar al infortunio cuando es el desenlace de la pieza.

XI
ABATIMIENTO.

Tan luego como recobré mi presencia de animo, que me habia abandonado completamente à la pri- mera noticia de la ruina de mi tia, propuse à Mr. Dick conducirle à casa del especiero y ocupar la cama en que habia dormido Mr. Daniel.

Dicha casa se hallaba situada en el mercado de Hungerford, que tenia á la sazon sus antiguas co- lumnas de madera, que entusiasmaron sobrema- nera á Mr. Dick.

No tardé en cchar de ver que el pobre hombre solo tenia una idea vaga de la desgracia que afligia i mi tia, y crei deber explicarle de lo que se tra- laba.

Al ver su palidez, sus ojos llenos de lágrimas, sentí un verdadero remordimiento, y me acusé de haber destruido la conviceion en que se hallaba, á saber : que ningun revés de fortuna podia ser sério cuando lo sufria una mujer superior, como miss Betsey, «la mas prudente y asombrosa de todas las mujeres », que tenia ademas un sobrino de una inteligencia tan extraordinaria como la mia.

- Qué es lo que podemos hacer, Trotwood? me dijo al fin. Aquí está mi memoria...

- Lo principal, mi querido Dick, es no estar abatido y no dejar ver á mi tia que pensamos en lo que, sin embargo, tanto nos preocupa.

Comprendió tan bien el sentimiento que me ins- piraba, que me suplicó que le observase de cerca, y si reparaba en algo, le llamase al órden por al- guno de mis medios superiores.

Desgraciadamente el miedo que yo le habia cau- sado le inspiraba tal encogimiento, que se vendia por su inmovilidad, pues solo se contentaba con girar sus ojos como un muñeco de resortes.

Asi, aquella misua noche, cuando volvimos i mi casa para cenar, daba lástima el verle contem- plar el pan que estaba encima de la mesa, como si fuese nuestro último recurso contra el hambre.

Como mi tia insistiese para que comiese como de costumbre, le sorprendi guardándose en el bol- sillo pedazos de pan y queso : pensé que queria