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DAVID COPPERFIELD.

los ojos llenos de lágrimas, mi elocuencia fué arre- batadora. Cinco minutos mas tarde nos halläbamos sentados en el sofa, despues de habernos prometi- do un mútuo amor. Jip ya no ladraba, y echado encima de las rodillas de su ama, me miraba gui- ñando los ojos.

Supongo que pensamos vagamente que todo aquello acabaria casándonos, puesto que Dora esti- puló que jamás nos uniriamos sin el consenti- miento de su padre; pero, en nuestro éxtasis, nos ocupábamos mucho mas del presente que del por- venir, supuesto que provisionalmente, y sin creer obrar mal, delbiamos ocultar á Mr. Spenlow nues- tra afeccion.

Miss Julia estaba mas pensativa que de costum- bre cuando Dora fué á buscarla. Lo que acababa de pasar quizás trajo á su memoria los Ecos dormi- dos en la gruta de la emoria. Pero nos dió su ben- dicion con la seguridad de su amistad, hablándo- nos como lo hubiera hecho una protectora en clau- sura.

Oh! ¡qué tiempo de loca felicidad! cuando tomé medida de un dedo de Dora, para encargarle una sortija que debia componerse de no me olvides azules, y que el platero me llevó por ella lo que quiso, adivinando el uso á que la destinaba. Sortija unida hasta tal punto, en mi recuerdo, à la mano de Dora, que ayer, al ver una sortija semejante al dedo de mi hija, he sentido latir con mas fuerza mi corazon.

Orgulloso de mi secreto no caminaba ya, cre- yendo poscer alas y volar por cima de los demas mortales.

Nos dábamos eita en los jardines del square, y alli, sentados bajo un enramado cenador y rodea- dos de pájaros, cantibamos nuestros amores.

Reñimos á la semana siguiente de empezar nuestras relaciones, y Dora me remitió la sortija en un billete, en que decia copiando esta frase del poeta :

- « Nuestro amor comenzó por la locura y acaba por la demencia. »

Cita horrible que me hizo arrojar un grito de desesperacion.

Recuerdo, si, cuando iba á buscar á miss Julia, á quien hallaba en la cocina, entre sus platos, y la suplicaba que interviniese, si no queria que me matara.

Y tambien recuerdo que miss Julia trató de re- conciliarnos, y vino con Dora, exhortándonos à que mútuamente hiciéramos eoncesiones, y evita- liamos el desierto de Sahara.

Lloramos, y fuimos tan felices, que la cocina se metamorfoseó en templo del amor, donde arregla- mos un plan de correspondencia, para lo cual ser- viria de intermediaria miss Julia, de modo que cada uno recibiese lo menos una carta al dia.

¡Qué tiempos de adorables entretenimientos, de pequeñcces encantadoras, que abarcan mis recuer- dos mas gratos y alegres!

X
ASOMBRO QUE ME CAUSÓ MI TIA.

Asi que Dora y yo estuvimos comprometidos, me apresuré à escribir á Inés. Mli carla fué larga, y en ella traté de hacerle comprender lo feliz que era, y lo encantadora que era Dora. La suplicaba que no confundiese aquella séria pasion con los ridiculos caprichos que le habian hecho reir otras veces.

La imágen de lInés se me apareció mientras es- cribia la carta, como la del ángel de mi juventud, transformando mi tranquila habitacion en un san- tuario, del que su celeste influjo separaba la agita- cion de la vida.

No le hablé de Steerforth; solamente le dije que le habian ocurrido desgracias lamentables à la fa- milia de Yarmouth, à consecuencia de la partida de Emilia, y que las cireunstancias particulares que lo motivaron, me habian hecho muy desgraciado. Sabia que la perspicacia de Inés adivinaria toda la verdad, y que no seria clla la primera que pronun- ciase el nombre de mi pérfido amigo.

La respuesta de Inés fué un bilsamo para mi corazon. Me parecia estar oyendo la consoladora voz de mi confidenta.

Durante aquel último tiempo, Traddles habia venido á buscarme dos ó tres veces, sin conseguir encontrarme. Halló á Peggoty, y sabiendo que era mi querida niñera, cosa que ella decia al pri- mero que llegaba,-se quedó y habló con ella... Dios sabe que la conversacion de la pobre Peggoty no se agotaba nunca cuando se trataba de mi.