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DAVID COPPERFIELD.

mi ausencia... aunque, ay!... es menos que pro- bable... ó si yo la condujese, mi intencion es vivir y morir con clla, alli donde nadie pueda dirigirla un reproche. Si alguna imprevista desgracia me detuviese en el camino, acordaos de las últimas palabras que pronuncio para ella : « Jamás he de- jado de querer á mi amada hija, y la perdono. »

Se expresó asi solemnemente con la cabeza des- cubierta; luego, poniéndose el sombrero, bajó la escalera.

Le acompañamos hasta la puerta : la tarde estaba tibia y pesada; era la hora en que la calle reposaba un poco en calma; el sol brillaba con luz rojiza.

Durante aquella noche me desperté mas de una vez, y pensé en aquella figura solitaria que habia- mos perdido de repente á la puesta del sol, y repeti en voz baja las últimas palabras del pobre peregri- no : « Voy á buscarla lejos, muy lejos... Si alguna imprevista desgracia me detuviese en el camino, acordaos de las últimas palabras que pronuncio para ella : « Jamás he dejado de querer á mi ama- da hija, y la perdono. »

IX
FELICIDAD.

Durante todo este tiempo continué adorando á Dora tiernamente.

El pensamiento de Dora era el consuelo de mis dolores en mis horas de insomnio, y habia veces que me consolaba de la pérdida de mi amigo.

Cuanto mas me lamentaba de mi ó de los otros, tanto mas evocaba la sombra de Dora, y sobre todo cuando se me representaba el mundo entero como el sombrio reflejo de mi desgracia y de todas las traiciones.

Dora era para mí una criatura ideal descendida de una esfera superior; pues no podia acostum- brarme á la idea de que Dora pudiese confundirse con las demas jóvenes que pertenecian á la pro- sáica humanidad.

Lo primero que hice asi que marchó Mr. Daniel Peggoty fué dar un paseo nocturno hasta Norwood; alli, á la luz de la luna, empecé veinte veces á dar vueltas alrededor de la casa de Mr. Spenlow; du- rante dos horas miré á través de los claros de la empalizada; algunas veces me asomaba por encima de las puntas carcomidas que se erizaban, y envia- ba besos á todas las ventanas donde brillaba una luz, invocando románticamente la luna, suplicán- dola que protegiese á Dora... no sé de qué, quizás' del fuego, ó tal vez de los ratones, que tanto ella temia.

Estaba tan enamorado, que erei deber confiarme á mi querida Peggoty asi, una noche, que la hallé al lado del fuego ocupada en repasar mi ropa, le comuniqué mi gran seereto.

Peggoty se interesó vivamente, pero no pude conseguir que participase mis temores é incerti- dumbres; me queria tanto y tenia tan buena opi- nion de mi, que no comprendió por qué me des - alentaba.

- La jóven, me dijo, solo puede darse la enho- rabuena de tener un enamorado como vos; en cuanto al papă ¿ decidme quién es ese señor?

Noté que la profesion de Mr. Spenlow y su cor- bata almidonada inspiraban á Peggoly un poco de respeto al hombre que cada vez se idealizaba mas á mis ojos, recibiendo de su hija un reflejo lumi- noso semejante, que parecia brillar ante mi vista como un faro saliendo, no del mar, sino de sus legajos profesionales.

Me encargué, no sin cierto orgullo, de los deta- lles de la sucesion Barkis; hice que se tomara acta del testamento, pagué la cuota al Tribunal y con- duje á Peggoty al Banco para regularizar todos sus negocios.

En una palabra, una mañana me acompañó á mi despacho para pagar la minuta.

- Mr. Spenlow, nos dijo el criado, ha salido á hacer prestar juramento á un cliente qué quiere casarse.

Como pensé que no tardaria mucho en volver, porque nuestro despacho estaba cerca del del sub- delegado general, aconsejé á Peggoty que espe- rase.

En nuestra profesion de proctor nos pareciamos lo bastante á los que se ocupan de funerales; pues teniamos el deber de aparecer un tanto afligidos cuando tratalamos con personas que vestian de luto.

El mismo sentimiento de delicadeza nos hacia tomar un aire alegre con los clientes que se acer- caban á nosotros para pedir una licencia de casa- miento.