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DAVID COPPERFIELD.


Saludó á mi madre.

— ¿Puedo impedir, añadió mi madre, que sean finos y atentos conmigo? ¿Es preciso que me cambie, que me escalde el rostro? Cualquiera diria que no deseabais otra cosa, añadió mi madre rompiendo á llorar y yendo á sentarse en la butaca para acariciarme... ¡Ah! ¡mi querido David!... ¡pobre hijo mio! ¡Tambien sereis capaz de decir que no quiero este tesoro... cuando no hay criatura en el mundo mas amada!

— Nadie ha dicho tal cosa, señora, exclamó Peggoty empezando á conmoverse.

— Lo habeis dicho, ó á lo menos esa ha sido vuestra intencion, prosiguió mi madre sin dejar de llorar; pero mi hijo sabe que le quiero... David, responde, ¿soy una mala madre? me preguntó al ver que sus caricias me habian despertado. Habla, hijo mio, soy una madre egoista y cruel?

A esto los tres nos pusimos á sollozar, yo mucho mas fuerte que mi madre y Peggoty, aunque estoy seguro que nuestras lágrimas eran igualmente sinceras. Así que hubimos llorado lo bastante, nos fuimos á acostar; no bien me habia dormido cuando mis sollozos volvieron a despertarme, y ví á mi madre sentada al lado de mi cama, me cogió en sus brazos, y aquella vez me dormí de veras hasta la mañana siguiente.

No puedo decir si fué el domingo siguiente ú otro que volví á ver al caballero de las patillas negras. No aseguro la exactitud de mis fechas, pero el caso es que todos los domingos le hallábamos en la iglesia y nos acompañaba á casa. Una vez nos hizo una visita bajo el pretesto de ver un geranio que estaba al balcon; se me figuró que no reparaba mucho en el geranio, pero antes de irse suplicó á mi madre que le diera una matita. Respondióle que podia cogerla él mismo, á lo cual se