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DAVID COPPERFIELD.

VI
UNA PÉRDIDA.

Aquella noche llegué á Yarmouth y me hospedé en la posada.

Sabia que la segunda habitacion de mi querida Peggoly - mi cuarto no permaneceria mucho liempo vacia, si la casa no habia ya recibido la vi- sita de ese huésped al que deben dejar paso todos los mortales.

Encaminéme, pues, á la posada, donde tomé un bocado, al mismo tiempo que decia que me dispu- siesen una cama.

Eran las diez cuando me dirigi á la habitacion de Mr. Barkis; la mayor parte de las tiendas esla- ban cerradas y la ciudad presentaba un aspecto de tristeza. Al pasar por delante de Omer y Joram distingui á través de la puerla entreabierta al digno sastre-pasamanero que fumaba su pipa. Entré y le pregunté cómo estaba.


- Y vos, Mr. Copperfield? Tomad asiento... supongo que el humo no os incomodará.

- Absolutamente nada, respondi... me gusta... en la pipa de otro...

- Tanto mejor, añadió Mr. Omer riendo, es una mala costumbre, sobre todo para un jóven; si yo fumo es á causa de mi asma ; sentaos.

Mr. Omer me adelantó una silla y volvió á ocu- par su puesto, aspirando su pipa como si hubiese contenido aquel aire vital tan necesario á sus órga- nos respiratorios.

- Tengo el disgusto de haber recibido malas noticias de Mr. Barkis, le dije.

Mr. Omer me miró sériamente y se contentó con mover la cabeza.

- ¿ Sabeis cómo se halla esta noche? le pre- gunté.

- Si me hubiese atrevido os hubiera dirigido la misma pregunta ; ese es uno de los inconveientes del comercio de que nos ocupamos : cuando uno está enfermo no podemos informarnos de su estado.

Era una sutileza que no se me habia ocurrido; no me atreví å entrar en la tienda, temiendo oir aquel tic-lac tan lúgubre.

- Muchas veces no podemos mostrarnos tan alentos como quisiéramos. Asi, hace cuarenta años que conozco á Barkis v no me atrevo i ir á su casa i preguntar cómo esta; para saberlo tenemos que dirigirnos á Emilia, y como sabemos que esta no- che eslá en casa de su tia, han ido alli Joram y Mineta bajo un pretesto; si quereis esperarlos no pueden tardar.

Aproveché del permiso de esperar para hablar de Emilia.

-¡Y bien! oid, me dijo Mr. Omer entre dos bocanadas de humo, hablando francamente, no me disgustari que llegue el dia de su casamiento.

- ¿Por qué, Mr. Omer?

- Porque se halla en una especie de transicion é incertidumbre que parece lurbar su eneantador carácter. Sigue tan bonita, nmas honita si es posi- ble, y trabaja lan bien como antes; vale por seis obreras, pero no trabaja con aquel ahinco que otras veces... Comprendeis?

- Os comprendo, le respondi.

Mi inteligencia pareció agradar á Mr. Omer, que continuó:

- Ya sabeis lo afectuosa que cra esa encanta- dora niña : se conoce que la idea de separarse de la casa de su tio, y sobre todo de este, la atormen- la : es un paso violento para ella, asi se lo he di- cho á todos. Consiento gustoso en perdonarle los últimos meses de su aprendizaje por verla inslala- da en la casita que han montado aparte para clla. Sin la enfermedad de Mr. Barkis todo estaria ya arreglado, pues Mr. Daniel Peggoty, por mas que sienta, como Emilia, esa separacion, habia conve- nido conmigo que era preciso no prolongar seme- jante incertidumbre, que acabaria por ser funesta á la salud de su querida sobrina... pero reconozco los pasos de Joram y de Mineta y vamos á salir de dudas con respecto à Barkis.

- El pobre Barkis, dijeron el yerno y la hija de Mr. Omer, está en el ålimo extremo. Ila perdido completamente el conocimiento, y Mr. Chillip aca- ba de confesar melancólicamente en la cocina, al hacer su última visita, que ni todo el protomedi- cato de Lóndres podria hacer nada por él.

Sabiendo que Mr. Daniel Peggoly se hallaba al lado del enfermo, resolvi ir alli en seguida, y me despedí de Mr. Omer, de Joram y de Mineta.

En el camino experimenté un solemne senti- miento que transformaba i mis ojos Mr. Barkis en un hombre completamente diferente.